Revista Endémica

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La Gran Intemperie: cuento Nº 9, CARIÑO MALO

Por Claudia Araya

Esta semana en cuentos de La Gran Intemperie llega “Cariño Malo”, un dramón al estilo mexicano, ilustrado por Javier Tiznado @ttizni. 

Su autora Masiel Zagal,  (Rari, 1984) , cuentista y dramaturga de  “Avenida El Dique”, “Lucila, la niña que iba a ser reina”, “La mujer quebrada” entre otros, es Profesora de Castellano y Magíster en Humanidades: Literatura y Artes Visuales.

No te pierdas la próxima semana un nuevo cuento ilustrado de manera exclusiva para esta tercera edición en Revista Endémica.

 

CARIÑO MALO

Al Guido.

 

La vida, a veces, puede parecer una telenovela mexicana. Y a mí la pura es que me gustan hartazo las telenovelas mexicanas, más que las venezolanas porque mire que tanta mujer tan bien dotadas y todas tramando maldades en voz altas. En cambios en las mexicanas, donde también hay mujeres bien buenamozas y hombres bien galanes, muestran la pobreza de una manera en que a una le da como orgullo ser pobre y aparte que son bien temerosos de diositos. Entonces así me gustaría a mí que me recordaran: buenamoza –porque buenamoza fui-, pobre pero requetecontra digna y temerosa de dios. Así no más.

Aunque para qué voy a andarme con cosas si la pura es que me importa bien poco lo que se diga de mí ahora. Si es que se dice algo. De mí se dejó de hablar hace ya unos cuantos pares de años, pero nadie en ese pueblo podrá negar que he sido una leyenda, de esas que no se les cuentan a los cabros chicos ni a las chiquillas vírgenes, de esas que comentan las viejas en voz baja a orillas del brasero, intercambiándose mates y revolviendo las brasas con una cuchara. Se hacen las lesas. Podría jurar de guata que más de una quiso alguna vez trabajar conmigo y hasta puede que hayan venido a suplicarme que las tomara como mis pupilas. De seguro yo me negué y por eso me pelan. O me pelaban, como decía. Es que yo no podía recibir a cualquier niña en mi negocio, no, no, no; y no era sólo por la clientela, sino también por ellas mismas. Yo necesitaba cabras aperradas, con vida, con historia, con fuerza, cabras que no tuvieran nada que perder ¿se entiende? Porque no puedo negar que se gana harta plata, pero se pierde un montón de cosas. ¡Uf! Ni les cuento. Por eso mis chiquillas tenían que estar preparadas para este tipo de trabajo y que me castigue mi dios si algún día dejé de preocuparme por ellas. No, mejor no, que ya bastante me ha castigado el dios del alto cielo.

Ahora tratan de olvidarme los muy malolientes, los del pueblo, digo, ahora soy un eco no más de esos que siguen a un grito que quizás no sonó ni tan fuerte, después de tantos años en los que les di pelambres. ¡Qué payasadas de la vida! Ahora les da lo mismo lo que pase conmigo, ahora que casi no existo, que tuve que retirarme del oficio y venir a encerrarme a esta casa de reposo de donde puede que salga en un cajón. Pero todo fue decisión mía y eso me tiene bien tranquila, si para qué seguir haciéndole la guerra a la gentuza del pueblo, al cura con su agua bendita, a los policías corruptos, al destino mismo, a las viejas que me pelaban alrededor del brasero tomando mate. ¡Se hacen las lesas! Si todas sabían que cuando sus maridos desaparecían en las noches era porque estaban en el Cariño Malo con mis marías-magdalenas.

Porque en el Cariño Malo sí que había vida, ahí sí que se disfrutaba hasta el último concho de noche, la última copa de vino, el último palo de la chimenea. Era todo ameno, las peleas eran escasas y no se me escapaban de las manos. Había harto respeto, pobre de aquél que siquiera le levantara la voz a una de mis chiquillas que por dios santo que le caía su coscacho. Si querían abusar, que fueran donde sus mujeres que seguramente los aguantaban las tontas lesas. Al Cariño Malo se iba a pasarlo bien, a hacer la mejor cochinada de la región y a gastar plata, no a utilizar de estropajo a mis cabras, que ya bastante habían sufrido las pobres.

Por eso les decía yo ‘mis marías-magdalenas’. Por hartas razones, a la verdad. Pero principalmente porque dicen que esa María Magdalena, la verdadera, se lo pasaba llorando. A mí no me consta, para qué les voy a decir una cosa por otra, pero por algo se dirá ‘llora como una Magdalena’. Lo otro importante es que dicen que esa María Magdalena era bien puta, lo que a mí tampoco me consta y eso que me he leído bien leída la Biblia, es que yo nunca entendí de esa cuestión de interpretar, que era lo que me explicaba el Leíto, un cliente frecuente, bien culto el cabro, si hasta era profesor de filosofía. Y lo último era porque –y esto sí que me consta- esa María Magdalena se redimió ante Jesús, le lavó los pies con sus lágrimas y lo siguió hasta el fin de sus días. Eso me importaba a mí y siempre se lo expliqué a mis chiquillas: a los ojos de dios no somos nada mal miradas y llegaría un momento en que ellas, por determinación mía, dejarían el Cariño Malo, le pedirían perdón al Cristo por haber fallado a ese mandamiento que dice algo así como ‘no fornicarás ni por dinero ni por placer’ y terminarían sus días tranquilas, abstemias como se dice, puras dentro de lo que se pueda, listas para irse al cielo a dejar de pasar pellejerías.

Hay de todo en la viña de las putas y el Cariño Malo no era la excepción. Ahí llegaban hasta unas cuantas hijitas de papás que por una pataleta querían trabajar conmigo para hacer rabiar a los viejos. Yo las mandaba a cambiar a las fioneras, no sin antes pararles bien los carros, que qué se creían ellas, ¿que este trabajo era acaso para denigrar y desmoralizar a todo el mundo? No, no, no. En el Cariño Malo trabajaron sólo las mejores, las que lo necesitaban y las que se lo merecían, si no es nada cualquier pega y no cualquier mujer iba a trabajar en eso. Todas mis niñas eran bien especiales y tenían su tremenda historia. Eran chiquillas sufridas, pero que podían y sabían ver más allá de sus narices, como se dice, no como esas otras tontas lesas que no se alcanzan ni a ver los mocos colgando.

La Flaca, por ejemplo, era una cabra de unos treinta y tantos años, no muy agraciada, si para qué voy a decir una cosa por otra, pero igual tenía su buena cuerada, cosa que también importa, para qué nos vamos a hacer los de las chacras. Se había puesto a tener críos rejoven, el marido le sacaba la ñoña y ella, sin aguantar más ni tener otra salida, dejó a los tres cabros chicos donde unos parientes para poder conseguirse un trabajo de tiempo completo y salir adelante; pero la pobre bruta no sabía leer ni la o redonda, qué trabajo iba a conseguir, así es que de tanto andar llegó al Cariño Malo y ahí se quedó. Sus críos estaban en desamparo social como se dice y se los llevó el Sename porque estos parientes parece que no lo cuidaban nada. Claro está que cuando trató de recuperarlos no pudo, porque llevaba una mala vida y era vulnerable, dijeron. 

La Lauchita era una niña de buena familia caída en desgracia por esa porquería de la droga. Claro está que la que cayó en desgracia fue ella sola, porque la familia la soltó no más para no hundirse todos. Se había venido del sector oriente de la capital vagabundeando de lo más miserable por la 5 Sur, hasta que llegó a este pueblucho medio-campo-medio-urbano y quiso hacernos la competencia ofreciéndose en la calle, porque necesitaba plata para la coca, dijo. Ahí fui yo a negociar con ella, advirtiéndole de los peligros de la calle y ofreciéndole trabajo en el Cariño Malo, donde nos reservábamos el derecho de admisión. Se puso medio chúcara al principio, pero igual aceptó porque no era nada tonta la cabra. Siempre fue una de las más codiciadas la Lauchita –así le decía yo por su carita tan fina, aunque no sé de donde saqué que las lauchas son finas-, era bonita, blanquita, ojos brillantes, labios gruesos, no tan alta, pero flacuchenta, como la principal de la novela Mi destino eres tú. Tenía apenas 25 años y era la envidia de mis otras marías-magdalenas, pero envidia de la sana, que de la otra no se ve entre la gente decente. 

A la Rosario nunca le encontré un sobrenombre, podría tener varios pero no me decidí por ni uno. Era de armas tomar la cabra, era de temer. Mejor ni provocarla, mejor tenerla de amiga que de enemiga, y cerquita, donde mis ojos la vieran. Era polvorita como se dice, aunque a mí no se me paraba nada en la hilacha que yo al tirito la aterrizaba: ‘no me vengas con tencas zurdas ni con zorzales overos, mira que yo a los pelos vivos los dejo tiritando en el suelo’, le decía yo, y se me calmaba. Había estado sus buenos años en la casa de reposo por tráfico de drogas y por haber herido a balazos al jefe de los rivales en su negocio. Eso decía ella, pero la verdad es que yo nunca le creí. Más sabe la puta por vieja que por puta. Al tiempo, revisando sus antecedentes, supe que sólo había estado seis meses y por robo hormiga reincidente: la pillaron de mechera en el supermercado llevando mercadería en un coche de guagua. Nunca le dije que lo sabía para no avergonzarla.

Y así, cada una de mis marías-magdalenas tenía su historia, la mayoría muy parecida a la de la Flaca, con tontorrones que las maltrataban, con hijos repartidos por ahí, con heridas en la piel y en el alma, con esa resignación culposa y esa felicidad falsa y engañosa. Yo siempre he sido bien sentimental y ahora que estoy vieja es peor, y me dolía presentir que a mis cabras igual les hubiese gustado algo diferente, quizás ser miradas de otra manera, no sentirse como ese papel diario que se leyó una vez y con el que después se limpiaron el poto. Algunas soñaban con ser actrices, otras cantantes y una hasta quería ser escritora. Y esos pedazos de sueños, de añoranzas, era lo que les daba fuerza y alegría. A mí me daba lástima. A ellas qué les iba a importar la convivencia por la que yo tanto me esforzaba, qué les iba a importar si se las tiraban bien o se las tiraban mal, qué les iba a importar que el viejo estuviera hediondo. Nada, añadiduras como se dice, leseras, otra raya para el tigre. Yo sabía que si estaban contentas o tenían buen ánimo, era solamente porque conservaban la esperanza de dejar algún día de ser lo que eran. Ay, diosito santo, esta vida llena de cototos, qué será de mis pobres huachas ahora. 

No es que yo sea re buena gente y les tenga lástima, es que yo tuve una buena escuela, de esas que te enseñan por el efecto contrario: no quieres hacer nada que tenga que ver con ellos, no quieres cometer los mismos errores. Esas son las mejores escuelas, pienso yo, porque así una se porta mejor en la vida, con más responsabilidad de una misma y esquivando lo que puede dañar, con tal de no parecerse a cierta gente. La vieja que a mí me instruyó en esto era una puta mala, sin consideración alguna por nosotras: dejaba entrar a cualquier infeliz a la casona, dejaba que nos trataran como querían, que nos hicieran lo que querían. A las que quedaban embarazadas les hacía raspaje a sangre fría si no querían tener el crío; si querían, se mandaban a cambiar. 

Yo nunca fui así con mis cabras, a todas las traté como si fueran mis hijas, mis hermanas chicas, mis ahijadas, mis amigas. Qué sé yo. Ahí hacía una que otra diferencia, pero que no se notara para que no hubiera rivalidad ni enemistad. A todas les compraba pastillas para que no les saliera su domingo siete, preservativos para evitar esos pirigüines que se contagian y una vez al año me conseguía que la matrona de la posta les hiciera exámenes. Por eso las chiquillas siempre me quisieron harto y, sumado a nuestra clientela frecuente e infrecuente, éramos una gran familia que celebraba todas las noches la gracia de estar vivos, con bailes, con cantos, con mi sacristán al piano, con alguna de nosotras cantando, con baladas, con rancheras, con boleros. ‘Y nos dieron las 10 y las 11, las 12 y la una y las 2 y las 3, y desnudos al anochecer nos encontró la luna’, esa era la canción que más me gustaba, siempre la bailaba yo bien arrejuntada con el Samuelito, un viejo pintor que según yo gozaba con sentirse fracasado porque así se sentía mejor pintor, con el único que a mi edad me atrevía a hacer la picardía y no me daba vergüenza, porque mis arrugas se confundían con las suyas y mi pasión de vieja emperifollada se mezclaba con la de un supuesto artista que necesita putas como musas y que disfruta de eso.

La cosa se puso color carbón cuando una noche, en el mejor momento de la función, entró a la sala el Abelardo Echeverría con un acompañante. Yo no tardé en reconocerlo y como que me quiso dar un soponcio. Ay, señor bendito de los cielos, corderito santo de dios ¿no? Qué dolor más grande volver a encontrarme con viejos fioneras que creía muertos y enterrados. Qué dolor más grande volver a verlo después de tantos años, después que me desgració la vida, después que de una patada en el poto me echó a la calle como a una perra sarnosa, igual que en la comedia Cañaveral de Pasiones. Qué dolor más grande, señor bendito de los cielos. Si hasta sentí que me daba un patatús, que se me helaba el corazón, que la presión se me alborotaba y no supe si me subió o me bajó. Cuando volví en mí, estaba en la oficinita donde llevaba la contabilidad, con dos de mis marías-magdalenas echándome viento y dándome agua entre preguntas y comentarios.

En la sala todavía estaba el Abelardo Echeverría y su acompañante, con su cara odiosamente conocida. Claro, si hace poco el Abelardo había sido candidato a diputado –aunque no salió- y se lo pasaba apareciendo en la tele porque era algo así como un juez en Talca, o un abogado no más, qué sé yo, pero menos mal que mis cabras no veían noticias y no lo reconocieron. Lamentablemente para mí este mundo era un pañuelo, la vida un círculo vicioso y el destino una maldita mierda. Después de 20 años volvía a verle la cara a ese desgraciado. 

-Quiero un trago y la mejor puta que tengas- dijo, con los codos apoyados en el bar.

Le serví un wisky y, golpeándolo sobre la mesa, le dije:

-Tómate este trago y después te vas por donde mismo entraste. Aquí no hay mujer para ti.

Se lo tomó al seco y en su mirada adiviné la burla. Yo no le quitaba los ojos de encima. 

-Yo no me voy de aquí. Se necesitan más trago, más mujeres y más coraje para convencerme a mí de algo. Recomiéndame a una de tus rameras o la elijo yo mismo. Tengo plata, que es lo que te importa.

Seguía igual que siempre el Echeverría. La última vez que lo vi, después que me echó de su casa, fue cuando yo apenas era una pupila, allá en la casona de la vieja, en Santiago. Él llegó buscando servicio barato y yo me escondí toda la noche en el baño para que no me fuera a ver y menos a elegir. Desde ahí sólo lo vi un par de veces en las noticias, como decía, pero cambiaba de canal porque se me avinagraba el estómago. 

-¿Qué andas haciendo por estos lados?- le dije yo, pero no logré sorprenderlo. 

-Ando buscando a una chiquilla- me dijo él. 

-Eso lo puedes conseguir en cualquier lugar- le dije yo. 

-No me refiero a eso, vieja, no me refiero a ésas. Busco a ‘mi’ chiquilla. Le perdimos el rastro hace algunos años y todo indica que anda por estos lados- me dijo él.

A punto estuve de escupir el trago de wisky que había tomado y empecé a toser ya casi sin fuerzas. Él seguía mirándome sin inmutarse ni un poquito que fuera.

Y me tapé la cara con las manos. Ay diosito santo, esta vida tan amarga. En ese momento de la noche en que todos disfrutaban, volvían a mí recuerdos que nunca quise olvidar pero que me eran dolorosos recordar. Una niñita que me la arrebataron de los brazos y que tuve que dejar en casa de esa gente pituca en la ciudad ¿Por qué? Porque era hija del patrón también, del Abelardo Echeverría. Ese desgraciado malnacido se acostaba conmigo cada vez que le placía, no a la fuerza, no, para qué voy a decir una cosa por otra, pero yo era tan tontona que hasta creí que me quería. Y no era nada cabra chica yo, si ya estaba bien peluda, pero era inocentona, qué se le va a hacer, era cabra de campo y creían que los ricos se enamoraban de las pobres, como en las comedia de Thalía. Tontona no más. La señora de la casa no podía tener hijos y me usaron a mí, lo tenían planeado, igualito que en Las trampas de amor. Cuando quedé embarazada el Echeverría se puso feliz y hasta la señora me trataba mejor que nunca, hasta me llevaron de vacaciones al Quisco sin tener que usar delantal, qué iba a saber yo lo que querían hacer, aunque no les resultó nada tan bien porque querían hombrecito y fue una niñita-mujer. Linda la mocosa. Pienso yo que se tienen que haber resignado luego, porque dos días después del parto me echaron a la calle con lo puesto, usando trapos para contener la sangre, sin derecho a pataleo porque la hija era del patrón y yo no tenía ni dónde caerme muerta, sólo por eso no me morí. Ay, mi dios, ni por el decir de la gente se apiadaron de mí y me dejaron como nana, que sea. No, a la calle. Y qué se le podía hacer, si igual había que pensar bien, fríamente, y mi niñita iba a estar mejor con ellos que conmigo. 

Ahí empezó la otra pesadilla, que no tenía dónde llegar, que los pechos ya se me reventaban de leche y me dolían más que la miéchica, que se me estaban infectando los puntos, que estaba fatigada, que se me venía un sobre-parto. Ay, señor bendito de los cielos, corderito santo de dios ¿no?, esta vida llena de cototos, esta vida tan amarga. Ahí fui a dar al hospital por mastitis y conocí a la vieja, que no sé por qué estaba internada en mi misma sala. Se apiadó de mí y cuando salimos me llevó a la casona, donde me puse a hacer mi camino. 

-Siempre supe que terminarías así- dijo el Echeverría cuando ya se me pasó la trapicadera.

-¿Y quién te dijo a vos que yo he terminado?- le respondí bien choreada y sin dejarme sorprender porque me haya reconocido- mejor te vas de aquí, que de sólo verte la cara se me retuerce el hígado.

-Estás bien sublevada, vieja ¿No te interesa saber qué fue de la niña?

-No me interesa saber ni una huevada, en cualquier parte mi niña va a estar mejor que con vos y tu señora. Par de hijos de perra, malolientes, malnacidos.

Qué no le dije a ese tontorrón. Y que me perdone dios pero ganas no me faltaron de romperle una botella en la nuca. Pero el muy gil se echó a reír y me pidió otro trago, le hice un gesto cochino con las manos y de nuevo se rio.

-Tu niña decidió desaparecer. Le pagaba un departamento en Santiago para que estudiara y no me hiciera pasar tantas vergüenzas en Talca, pero dijo que estaba harta de nosotros y lo dejó, no sin antes haber vendido hasta las ampolletas del departamento. Andaba por malos pasos la cabra, hija de puta tenía que ser. 

A mí qué me iban a importar los insultos del Echeverría, pero de sólo pensar que mi niña podía andar cerca, vagando por ese pueblucho, me daba un calorcito en el pecho que no sabía si reír o llorar. Me la imaginaba de indigente, durmiendo al lado de la línea del tren, con la ropa cochina y hedionda a pichí; o así medio hippie, viviendo en una carpa muerta de frío y fumando esa cochinada de hierba; o de esos que les llaman okupa y que de la noche a la mañana los echan cascando de la casa; o sentada afuera de una farmacia con una guagua en brazos, pidiendo plata como los huachos. Yo que había querido algo tan distinto para ella.

-Ya, vieja querida- dijo descaradamente el muy canalla- dame la mejor puta y pieza que tengas y no me verás más la cara. Las jovencitas me gustan a mí -Y la apuntó- Ella, quiero estar con ella. 

La Lauchita estaba de lo más bien bailando merengue con otra de mis chiquillas, se movía lentamente y se reía y se reía, de seguro que estaba drogada, con lo caro que le salía la tonterita. Se parecía a la principal de Mujer indomable meneándose con su ropa negra y pelo desparramado. 

El Echeverría sacó unos cuantos billetes de diez lucas y los puso en el mesón. Dile a esa chiquilla que venga, la de negro, le ordenó a su acompañante. Yo no alcancé a impedirlo y me tiritaba todo el cuerpo cuando la Lauchita apareció reluciente, alegre, dispuesta. Y todo pasó en menos de diez segundos. Cuando vio al Echeverría su rostro se puso agrio. El Abelardo se quedó con la boca abierta, ella medio colorada y yo no tan confundida, la verdad. 

Ahí se armó una pelotera de preguntas e insultos. Una gritadera del porte de un buque. No sé qué le habrá hecho el infeliz a mi niña, pero ella no lo quería ver ni en pinturas. Clientes y marías-magdalenas se acercaron a mirar qué era lo que sucedía y a gritarse unos a otros. El Echeverría se quería llevar a mi niña a la fuerza y ella le vociferaba que no, que jamás volvería a esa casa. Algunos trataron de impedirlo y se fueron de combo en la guata a manos del matón que lo acompañaba. La Lauchita seguía gritando y dando manotazos. Ahí yo reaccioné, me sacudí, desperté de ese sueño de 25 años y sentí que el alma se me quería escapar del cuerpo. Le pegué una cachetada al Echeverría y cuando ya soltó a la Lauchita le di una patada en su entrepierna. El muy desgraciado me agarró de las mechas y quiso pegarme, pero de repente, al mismísimo lado mío, retumbó un disparo al aire y pareció como si mil botellas y vasos explotaran por la tensión y la rabia. La Rosario sacó la pistola que nunca había ocupado y trataba de intimidar y poner las cosas en orden, aunque la pura es que su cara daba más pena que susto. La mayoría de la gente arrancó del local, entre clientes, marías-magdalenas y el propio matón. La música no paró de sonar ni por un segundo, era mi sacristán acostumbrado a no abandonar el piano hasta que yo lo ordene. Hoy, después de nuestro adiós, hoy vuelvo a verte, cariño malo, me acuerdo que cantaba. 

-Rosario, baja esa lesera- le dije con un hilo de voz mientras el Echeverría todavía no me soltaba el pelo. 

La cabra era obediente y ya estaba que se recontramoría de miedo, así es que hizo el intento por soltarla como si lo que tuviera en la mano fuera un guarén y no su juguete favorito, como le decía. Pero no alcanzó ni a dejarla sobre el mesón del bar y así como de la nada la Lauchita tomó el arma y antes de que yo pudiera pestañear siquiera, le había dado tres balazos al gil de su papá (que me dispense mi dios), que cayó pesadamente al lado mío, arrancándome un mechón. 

¿Qué se hace en estos casos? No tenía la más puta idea, pero de puro nervio, y también pensándolo un poco, si para qué me voy a  hacer la lesa ahora, agarré la pistola y me la guardé entre la ropa, bien asegurada entre mi guata suelta y mis calzones apretados, ante los ojos atónitos de mis dos cabras que estaban a punto de llorar. La música había dejado de sonar.

Y ahí vino el resto de la historia. Le ordené a la Rosario y a la Lauchita que repitieran la historia que me inventé, nos pusimos de acuerdo hasta en la más mínima palabra, hasta en el más mínimo detalle, y cuando llegaron los policías al Cariño Malo hasta yo mismita me había convencido que era la autora del crimen. Todo apuntaba a que era cierto y nadie pudo ni quiso negarlo, qué iban a decir las pobres si estaban todas tiritonas. Además, tampoco tenían porqué andar escapando. La decisión ya estaba tomada y yo tan dispuesta como mi Jesús cuando se lo llevaron esos monjes medios raros que salen en la película, acusándolo de malo de la cabeza y de blasfemo. Qué payasadas de la vida.

Así mismito iba yo, con esa misma disposición. Sabiendo, cuando me sacaban los policías del Cariño Malo, que esa iba a ser la última vez que iba a estar pisando la baldosa roja, que iba a respirar ese olor hediondo a humo, alcohol y colonias baratas, esa humedad pegajosa, ese ambiente de placer culpable donde se vive con la risa en la boca y tiritones en el alma. Y así, con simples miradas y nada de pena, me despedía yo de mi localcito de tantos años. 

Y no es que yo sea buena gente, repito, ni quiera compararme con mi buen dios. No, no, no. Sino que ya era hora ya que hiciera algo decente. Ya era hora ya que fuera madre. En mi puta vida había hecho algo por mi niña, no moví un dedo por sacarla de esa casa donde la dejé, fui incapaz de reconocerla cuando llegó a trabajar conmigo y ahora no iba a permitir que siguiera pasando pellejerías. No, no, no. Todo era culpa mía y era yo quien tenía que pagar los platos rotos, como la mamá de la antagonista en la novela Lazos rotos

Ahora estoy acá porque yo quise y porque era lo que tenía que pasar, no más, si así es la vida, con principios y finales, es agridulce la vida, es con penas y glorias, está llena de cototos pero ese vendría siendo su mejor aliño, así es que no me tengan nada lástima. Yo me adapto, no más, como una perra quiltra. El Cariño Malo me lo cerraron y mis marías magdalenas seguramente se me esparcieron, quién sabe qué será de ellas y qué porquería van a colocar en lugar de mi negocio. Así es la vida, con olvido, con miseria. Es agridulce la vida ¿ya dije ya?.

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