Cuento de Masiel Zagal, escritora maulina. Cuentista y Dramaturga. Autora de “Avenida El Dique”, “Lucila, la niña que iba a ser reina”, “La mujer quebrada” entre otros. Profesora de Castellano y Magister en Humanidades: Literatura y Artes Visuales.
Ilustradora: Paula Sepúlveda
No te pierdas cada sábado un cuento distinto e ilustrado de manera exclusiva para esta tercera edición del libro La Gran Intemperie.
PALÍNDROMO
En el café.
A Alan siempre le gustó la farándula y quería una muerte así, quería una muerte farandulera. Así habla Ana, acomodándose el pelo y moviéndose con gestos rápidos, siempre moviéndose con gestos rápidos como si estuviera a punto de irse o acabara de llegar. Yo la oigo bebiendo cerveza y pensando en lo singular de su nombre, el único nombre capicúa que conozco. ¿No te parece farandulero su suicidio? Me interpela y yo digo que sí, que claro, que era evidente, pero en realidad sigo pensando en los nombres capicúa y empiezo a revolver las letras armando palabras como azevrec, como Nala, como aludnáraf, como Anifled.
Cabro de miéchica, dice Ana optando por beber al tiempo que meneaba la cabeza con desaprobación. Miéchica. Acihceim. Ésa ni siquiera es una palabra. Pero Ana jamás diría un garabato, por eso no pudo decir cabro de mierda. Adreim. Ésa al menos puede pronunciarse.
¿Y por qué se ótam? La quiero animar a continuar pero no puedo evitar no sólo reír, sino que salpicar cerveza de la que tengo en la boca. Deja mi nombre tranquilo, dice sin inmutarse a la vez que picotea algo de maní. Perdón ¿por qué se mató? Por confundido, por exagerado. Y me mira con provocación. Yo me encojo de hombros y ella continúa: no sé, no sé, por morirse, por llamar la atención, por farándula. Se mató por morirse, repito yo. Claro, sentencia ella, ¿no te parece la más simple de todas las explicaciones? No se andaba con intentos fallidos el chiquillo, quiero distender. Eso no es exacto –vuelve a menear la cabeza-, tenía cortes en los brazos y las piernas, quizás este fue el intento más fallido de todos, porque éste sí le resultó. ¡Cabro de miéchica!
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Alan.
A su madre la violaron en la azotea de un edificio céntrico mientras hacía aseo. Él fue el fruto o consecuencia de esa violación. Nadie lo llamaba por su nombre, él sólo se identificaba por Macám y así le gustaba que le dijeran. Su infancia en los suburbios de la ciudad no fue tan lamentable como algunos pretenden y podrían imaginarla, la despreocupación materna le ofrecía más libertad que abandono y a determinada edad ya empezó a frecuentar ciertos grupos que lideraba sin entusiasmo. El Macám sentía más atracción por la comodidad que por el poder, más apego a los sueños que a la codicia. En el fondo, o incluso en la superficie, era un romántico. Y de sueños empezó a hacerse y asirse su vida cuando alrededor de las viviendas asistenciales que poblaban aquel suburbio se construyeron casonas pensadas en alejarse de la ciudad, rodeadas de árboles ornamentales para ocultarlas de miradas intrusas, para evitar el fisgoneo de los pobladores, para marcar un límite. Ellos sabían a lo que se exponían, pero no lo iban a aceptar. La primera vez que el Macám entró a una de esas casas fue a la de un parlamentario, se bebió todo el wisky que tenía en el bar y, ebrio, se durmió sobre un futón. Allí fue hallado por la nana que cuidaba la casa y posteriormente por la policía. La segunda vez ingresó a la casa de un empresario de textiles y de allí extrajo –y logró salir airoso- una bandeja de plata y una cámara fotográfica. La única foto que logró tomar fue la de su madre mirando confusa la bandeja antes que los carabineros irrumpieran en su vivienda llevándose, además, las dos matas de marihuana que con ahínco había cultivado. La tercera y última vez ingresó a la casa de una jueza, se vistió con su ropa y pintó con su maquillaje, siendo encontrado así por la misma jueza que lo redujo sin dificultad hasta que llegó la policía. Ahí se habló de la puerta giratoria, de la temeridad de los delincuentes jóvenes, de la reinserción social, del centro de niños infractores. Y fue internado en el Sename.
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En el café.
Hicimos todo lo posible. Le dimos todo lo que necesitaba y podíamos conseguir para él. Alimentos, un hogar, salud, psicólogo, talleres de reinserción. Él fingía interesarse, pero no se interesaba, dice Ana después de pedir otra botella de cerveza. Le dimos todo y él no puso nada de su parte. Este cabro tenía pajaritos en la cabeza y quería ser artista, de eso hablaba todo el tiempo, de que algún día actuaría en una gran obra. ¡Quería ser actor! ¿Puedes creerlo? Yo pienso, aunque parezca ridícula, en la belleza de ese anhelo, pero sólo me atrevo a preguntar, para parecer que estoy de su parte, ¿y tenía futuro, siquiera? ¿Qué? Se espanta Ana. Talento tal vez tenía, pero futuro, futuro. Ya ni sé lo que es eso. Sonrío. Ana no me pregunta por qué sin embargo se lo digo: me gusta que ya no seas tan paternalista. ¿Paternalista? Maternalista, querrás decir, y no, no se puede ser maternalista con estos cabros que han tenido madres de sobra. Estás agobiada, digo ofreciéndole un cigarro y sabiendo que lo rechazará. Estoy más que eso, dice alzando la mano en señal de rechazo, estoy derrotada. De eso te gusta escribir a ti ¿no? De la derrota. Pienso en pedirle que no me ataque, que sé que quiere que la convenza de lo contrario, que no busque conflicto porque me cuesta evitarlo, pero sólo atino a responder que sí, que de eso es de lo único que se puede escribir.
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Ana.
Tu nombre es capicúa, le dije cuando se presentó. Con mirada aguda preguntó que qué era eso. Cuando una palabra o una cifra se puede leer igual de atrás hacia delante, expliqué. Recién ahí sonrió y mencionó algo de una película sobre el círculo polar, la que yo hasta hoy no veo pero le dije que sí, que me encantaba. Y me invitó a tomar té. Era el año 2010 y por confusas razones yo andaba queriendo entrar a las juventudes comunistas para hacerle oposición a Piñera, Ana era la secretaria política comunal o regional de la jota y me atendió en su casa. La sede se cayó para el terremoto, me explicó, pero estamos trabajando exhaustivamente para reconstruirla. No supe qué decir y probablemente miré la cuidada decoración de la pequeña casa. Cuéntame, dijo Ana una vez que sirvió el té, por qué quieres sumarte a la alegre rebeldía. Cómo amaba ese término: alegre rebeldía. Y yo sólo respondí que no sabía, que de rebelde tenía algo pero de alegre no mucho. Y ella se rio y me dijo que estaba bien, que no tenía por qué saberlo ahora. Lo que nos une es que estamos en contra de la injusticia, dijo ella, y ahí mencionó algo sobre el antimperialismo y sobre el capitalismo que estaba depredando todo a su paso, todo lo que toca lo destruye, agregó. Hay vida después del capitalismo, dije yo citando a no sé quién, pero es más difícil imaginarse fuera de éste que realmente salirse. ¿Tú crees que todo esto es problema de imaginación? Preguntó ella riendo. Sí, Ana, dije yo nombrándola de atrás para delante, puede ser un problema de imaginación. Eso es bueno, sentenció, necesitamos gente creativa en la jota. Y me quedé por un tiempo, hasta que Ana se tituló de la universidad como una psicóloga destacada, como una militante disciplinada, como una mujer íntegra que juraba dar la vida por el partido. Me quedé hasta que fueron Gobierno. Y entonces Ana entró a dirigir el Sename.
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En el café.
Siempre le gustó llamar la atención, dice acomodándose en su silla, como hundiéndose progresiva y lentamente, aunque quizás ése sea un juicio demasiado ligero de mi parte, reflexiona luego. Si le gustaba o no qué más da, lo cierto es que nunca pasó desapercibido. ¿Lo conocías bien? Pregunto yo al rato, entendiendo que ya no hablaremos de otra cosa. No tanto como me gustaría ostentar, pero más de lo que pude evitar. Cuando me fui a presentar ¿sabes para qué me interrumpió? Para preguntarme si era cierto que yo era actriz. Siempre te he dicho que esa es tu arma secreta, la interrumpo. Pero no soy actriz, me aclara ella, y se lo dije, estudié teatro pero no soy actriz ni estoy aquí por eso. ¿Y sabes qué me dijo él? Dijo no importa. Eso dijo. No importa, total yo sí voy a ser actor. En el momento no lo entendí y seguí con mi discurso, pero ahora pienso que él necesitaba con ansias un referente y yo no fui capaz de serlo. No tenías por qué serlo, trato de consolarla. ¡No tenía por qué serlo!, exclama interrumpiendo un trago de cerveza, ¿crees que no me digo eso a diario? ¿crees que nadie más me lo dice? Tú sabes de estas cosas, no repitas lo mismo que el resto. La arenga emocional es esa: no estoy para salvarle la vida a esos niños ¿en serio? ¿entonces para qué miéchica estoy?.
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Alan.
Para Macám el SENAME no fue una cárcel ni mucho menos un castigo. Allí se sentía a sus anchas recorriendo el viejo edificio con la misma devoción que recorría las lujosas casonas, con la salvedad que no había lujos, pero el hecho de contar con puertas verdaderas en los baños ya lo hacía sentir confortado. En el Sename conoció a otros jóvenes infractores cuyas historias delictuales le aburrían enormemente, cuya adicción al neopren le parecía patética, cuya falta de higiene consideraba una aberración. Pudo haberse ganado un sinnúmero de enemigos, sin embargo su histrionismo, negro sentido del humor y capacidad de burlarse de todos incluido él, le jugaron a su favor el respeto y cariño no sólo de sus compañeros. Allí, en el Sename, Alan encontró el amor. No en el sentido filial, sino en los testículos de uno de los cuidadores que desde un comienzo le dijo ‘yo te voy a proteger’ y nunca necesitó hacerlo. Ese día fue a él a quien siguió hasta el edificio de la plaza de armas para encontrarlo, en el despacho del abogado del centro, con los pantalones abajo y el pene en una boca que no era la suya. Sin preámbulo subió hasta la azotea y desde allí se lanzó, con los brazos abiertos y sin emitir palabra alguna.
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En el café.
Lo tenía planeado, estoy segura que lo tenía planeado. Quizás cuántas veces antes los había visto juntos, averiguó cómo se podía llegar a la azotea, qué obstáculos debía sortear para llegar a ese costado, cuántos metros separaban a ese punto de la plaza de armas y cuántos del registro civil, si caería sobre la calle o sobre la vereda, qué hora sería la más concurrida. Así era él. No era el tipo de suicidas que tomaría pastillas y se iría a morir sobre la cama. Podría haberlo hecho en un yacusi, pero debía tener pétalos de rosas. ¿Era gay? ¿Piensas que era gay por querer pétalos de rosas en el yacusi? No, pienso que era gay por obsesionarse con su cuidador. No te aventures con esa historia, no es que quiera ocultarlo, pero no puedo hacer nada con el funcionario hasta hacer una investigación exhaustiva. Son muchas investigaciones juntas, la policía no se ha pronunciado y el sumario interno se demora. Me hace sentido eso que dices, añade cuando ya se hubo cansado de dar explicaciones que no pedí, eso de la obsesión. A veces pienso que todas las obsesiones son nocivas.
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Ana.
Sí, Ana era comunista, pero buena persona. Aun así los estados de las redes sociales profitan moralidad con su nombre dado vuelta. Me gusta igual: Ana es un personaje. Le carga que le diga esto, le carga que le recuerde que estudió teatro. Como si ser artista fuera la salvación a algo, dice Ana cuando le toco el tema, como si el artista de verdad hiciera por el pueblo lo que el alma hace por el cuerpo. A quiénes han salvado esos alumbrados. Debo decir que Ana amaba el arte, pero su aversión por los artistas contemporáneos era clara y alcanzó niveles polémicos cuando en la universidad de Valparaíso se enfrentó al jefe de la carrera de teatro, lo demandó por acoso sexual y abandonó sus estudios. Los mesiánicos son los peores, decía Ana cuando empezaba a hablar de aquello, ¿han visto que en todas las áreas surgen Mesías? En la religión, el arte, la política. Todos se creen salvadores. ¿Y se han fijado que son todos hombres? Son ellos los del complejo mesiánico: Cristo, Hitler, Joyce, Maradona, el Che, Antares de Luz. La Ana era bastante feminista para ser comunista. Pero el punto es que era comunista y buena persona y eso hizo que yo me alegrara cuando llegó a dirigir una carpeta tan fea, tan añeja, tan manoseada como el Sename.
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En el café.
Por una parte igual fue bueno que se matara ahí y no en el recinto ¿no? Le digo tratando de animarla como sea. Ana hace una mueca, esa mueca se transforma en sonrisa, luego pasa a ternura, esa ternura se transforma en pena, esa pena se transforma en nostalgia y me dice: pero hubiera sido mejor que no se matara nunca. ¿Por qué, por evitar este caos? Se queda un rato en silencio y responde que también por eso. También por eso, dice, pero no sólo por eso. Es difícil de explicar. Ningún joven debería necesitar suicidarse. Ana, le tomo la mano, si no existiera la posibilidad de dejar de existir, qué heroísmo tendría seguir vivo. Pero qué existencialista eres, mujer, debe ser agotador. Lo es, Ana, y es agotador seguir vivo para alguien que nació excluido y que no tiene muchas opciones. Me gusta cuando te pone comunista, me sonríe, hubieras sido un buen cuadro si siguieras militando. Yo no puedo ser un buen cuadro, Ana, yo soy hexagonal. Yo creo que él era feliz ¿sabes?, me insta a retomar el tema, yo creo que él pudo haber llegado a ser feliz, pero tomó una mala decisión. Obsesión, decisión, estamos usando palabras horribles. Piénsalo de este macabro pero optimista modo: tomó la mejor de las malas decisiones, Ana, la que no le traerá ninguna consecuencia. Eso es lo terrible, mujer, eso es lo peor.
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Alan.
Había visto una fotografía llamada ‘la suicida más hermosa del mundo’ y aparecía una mujer que se lanzó de un décimo quinto piso, cayó sobre una limusina y su pose era de serenidad absoluta, con elegancia y belleza. Él solía preguntarse si ella sabía que iba a morir bella, si midió el riesgo de lanzarse de un décimo quinto piso y quedar molida, con la cabeza partida, con la cara reventada, con las piernas rotas, con la falda en la cintura. Se preguntó si ella llegó a pensar que moriría bella, si llegó a desear morir bella. De todos modos se había pintado los labios.
La vio en una revista que tenía la recepcionista del centro y arrancó la página. La andaba trayendo doblada en su billetera y producto de los dobleces ya no se percibía la belleza de la mujer, pero el título seguía siendo el mismo: “La suicida más hermosa del mundo”. Los edificios altos le llamaban poderosamente la atención: allí arriba podía pasar cualquier cosa, ya sea engendrar una vida o provocar la muerte. Y ambas eran posibles para el Macám, que palpó por última vez el papel cuché de la revista esa tarde que decidió seguir a su cuidador.
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En el café
A Alan siempre le gustó la farándula y quería morir así, quería una muerte farandulera. Pero ahora no puede disfrutar de eso. No tiene sentido haber sido portada de diario si él no puede verse y si en unos meses nadie lo recordará. Capaz que ni yo lo recuerde. Así habla Ana moviéndose con gestos rápidos y yo no sé qué decir para consolarla, porque estoy dudando de que necesite consuelo y sólo logro decir que quizás a él no le importaba tanto y que, de todos modos, no faltará quien hable de él, que siempre quedará en la memoria de la ciudad el suicidio de un joven en pleno centro. No, mujer, insiste terca como siempre, su muerte no le servirá a nadie. Quizás después habrá una obra de teatro, así como del caso de la Calchona, le digo, al fin y al cabo es una historia interesante. Eso es puro morbo, dice sirviéndose cerveza, aunque es lo único a lo que estos cabros pueden aspirar: al morbo de las páginas policiales. El Sename es una página policial, Ana, siempre lo supiste.
Entonces suspira y enciende un cigarro. Me lo pasa. Ana, le digo nombrándola de atrás para adelante, yo siempre querré escuchar tus historias y fumarme los cigarros que enciendes, pero si el cabro se quiso matar tú no podías hacer nada al respecto. Se mató porque quería morir. Punto. Se mató porque quería morir, ríe de mala gana, esa es tu explicación. Se mató porque estaba enamorado, mujer, y porque estaba desesperado, por la obsesión y la decisión. Da igual, Ana, el cabro sabía de sobrevivencia pero ahora no la quería, expongo yo, nadie podía evitarlo, todos los caminos conducen a la etreum. Interrumpió el sorbo con una carcajada espontánea, salpicando cerveza a su alrededor, y se empieza a limpiar con el puño. Deja mi nombre tranquilo, dice.