Cuento de Masiel Zagal, escritora maulina. Cuentista y Dramaturga. Autora de “Avenida El Dique”, “Lucila, la niña que iba a ser reina”, “La mujer quebrada” entre otros. Profesora de Castellano y Magister en Humanidades: Literatura y Artes Visuales.
Ilustración de José Manuel Valencia
*Cada sábado una nueva historia.
DOS MIL ONCE
Cuando la señora Norma se sentaba frente al televisor las tardes de invierno, no le podía faltar la manta cuadrillé para cubrir sus piernas, el bastón apoyado en el sillón de mimbre y el caldo nocturno que solía tomar cuando ya se enfriaba. A pesar de haberse reído bastante con la telenovela de las ocho, frente a las noticias de las nueve solía rechinar los dientes, golpear la cuchara contra el plato salpicando sopa en la manta cuadrillé, o golpear reiteradamente el bastón contra la baldosa roja de su cocina-comedor.
Le preocupaban los portonazos, la pedofilia y el calentamiento global. Le angustiaban las acusaciones de abuso sexual contra sacerdotes y el asteroide que se acercaba a la Tierra. Le impactaba y atormentaba que aún se siguieran encontrando restos de los cuerpos en la Isla Juan Fernández y que nunca más vería en vivo a Felipe Camiroaga, cuya muerte lloró en silencio aquel día lunes junto a los animadores que lagrimeaban frente a la cámara.
Pero eso no era todo: a la señora Norma le disgustaba de sobremanera y hasta se le descomponía la presión cuando veía los destrozos que los estudiantes malagradecidos y cobardes hacían en las distintas ciudades de Chile. Malagradecidos porque tenían becas y créditos; cobardes porque se encapuchaban y actuaban en masa. Cabros de mierda, murmuraba la señora Norma, mocosos pelientos. Dónde están esas madres, dónde esos padres, dónde las fuerza de orden. Cómo iba a tolerar ella ver el gallinero en que se había convertido el país que el general había dejado tan limpio, tan próspero. Cómo iba a ser posible tanto revuelo. ¡Si son unos mocosos! ¡No saben ni lo que piden! Se aprovechan de la ineficiencia de Piñera, que le faltan los cojones para poner orden como corresponde. Puras Fuerzas Especiales que juegan al corre que te pillo, apalean a algunos, encierran a otros, pero no son capaces de amedrentar a nadie. ¿Educación gratuita? ¡Pamplinas! Divertirse es lo que quieren. Provocar. Perder clases. Sentirse parte de algo. Así mismito era por aquellos años.
Así pensaba la señora Norma mirando la tele a las nueve de la noche y así se lo comentaba a la señora del almacén durante la mañana. Esto no tiene ni una gracia, le decía la señora Norma a la señora del almacén, es puro vandalismo a vista y paciencia de todos. Las autoridades no tienen autoridad, las fuerzas armadas no están armadas y los estudiantes no estudian. ¿A dónde vamos a llegar, válgame dios? Ya no hay respeto por nada, estos mal arriados piden educación de calidad y lo que menos hacen es ir al colegio. Con lo que costó armar este país. ¿Se acuerda usted de cuando gobernaba el General? Ahí sí que andaba todo ordenadito pues, ahí sí que daba gusto salir a las calles pues, tanto respeto, tanta justicia, tanto orden. ¿Se acuerda usted? Y la señora del almacén nunca opinaba de nada, pero siempre estaba de acuerdo en todo.
Ese día jueves la señora Norma andaba a las once de la mañana buscando su pensión. Llovía descaradamente. Pero así como la lluvia no le impidió ir a hacer la cola a la caja de compensación, tampoco les impidió a los estudiantes salir otra semana más a la marcha. Se dirigía a tomar la micro cuando se encontró con la multitud de secundarios, universitarios y profesores marchando con banderas y carteles empapados, cantando inarmónicamente ‘vamos, compañeros, hay que ponerle un poco más de empeño…’. La señora Norma, cuya espalda empezaba a contraerse, las venas a inflamarse y un ojo a tiritar, evitaba mirarlos. Golpeando impaciente el suelo con su bastón y con la otra mano sosteniendo un paraguas, esperaba que se terminara la fila de jóvenes para cruzar hasta la Avenida Dos Sur a tomar la micro. Pero la columna humana era interminable, más y más carteles, más y más banderas, más y más voces continuando la canción ‘…salimos a la calle nuevamente, la educación chilena no se vende ¡se defiende!’.
Ella no quería escuchar tonterías, pero la multitud la obligaba a mantenerse a una orilla de la calle, empapándose los pies, tratando de concentrarse en otra cosa, pensando en lo calentita que estaría su casa al llegar, decidiendo que este mes compraría más sopas maggi para la cena y no pediría fiada la carne molida. Pero el cambio de la arenga de la multitud la hizo clavar los ojos en los jóvenes que saltaban frente a ella gritando ‘el que no salta es Pinochet, el que no salta es Pinochet’.
Entonces a la señora Norma como que le quiso dar algo. Las voces que en su cerebro la invitaban a distraerse pensando en banalidades, se acallaron y dieron paso a otras voces más radicales. El que no salta es Pinochet, el que no salta es Pinochet. Sus puños, como por reflejo, apretaron el bastón y el paraguas. Cabros de porquería, pensó que pensaba pero lo estaba diciendo. Y ahí mismo se acercó a la muchedumbre y empezó a dar bastonazos a los jóvenes que, sorprendidos, le hacían el quite entre asombro, cantos y risas. Cabros de mierda, decía ella, el general salvó a este país, sin él estarían haciendo filas para comer. Y dejaba caer el bastón contra quien pasase por su lado, sea hombre, mujer, profesor, apoderado. ¡Comunistas! ¡Lacras! Vociferaba la anciana con el bastón en alto a la vez que trataba de mantener el equilibrio. Resistiéndose al golpe, uno de los manifestantes la botó de un manotazo. Algunos quisieron ayudarla a ponerse de pie, pero a punta de bastonazos y paraguazos debieron abandonar su intento. Se acercó un carabinero a asistirla, recibiendo también la negativa de la anciana, quién le grito en la cara que ahora los pacos eran niñeras de los revoltosos. A duras penas y mojada hasta el calzón, se puso de pie ayudada por su propio bastón y, aún con éste en alto, dejando caer dos o tres golpes más, cruzó la calle para dirigirse a tomar la micro a la Avenida Dos Sur.