Otro simple cuento provinciano
A mis amigues.
Soñé que debía llegar a tiempo a una obra que se iba a mostrar en el teatro regional, ponte tú, y tenía que estar ahí a las siete de la tarde y yo venía viajando de Constitución porque andaba en la inauguración de una casa horrible y estaba muy atrasada y me pesaba la angustia de atravesar la cordillera de la Costa a baja velocidad y de tener que llegar a mi casa que era un desastre y de buscar ropa limpia en ese desastre y de alcanzar a la obra de teatro donde me esperaban o de quedarme afuera sin nada. Desde mi casa, que estaba inhóspita, iniciaba una carrera épica hacia el teatro mientras me iba deshaciendo de pesos (bolsos, abrigo, ropa) para apresurar el paso y llegar a tiempo. A la vez que corría iba sorteando ferias callejeras, sitios eriazos, prédicas evangélicas y un grupo de prófugos de una cárcel. Uno de los fugitivos estaba herido de bala en una pierna y, aun sabiendo que era tarde, me detenía a hacerle un torniquete (yo no sé hacer un torniquete) para evitar que se desangrara y entonces la policía empezaba a perseguirme por cómplice y por colaboradora y por traidora del orden nacional y debía huir de la policía y atravesaba más sitios eriazos y cementerios de autos y en el sueño pensaba que ahí vivían las almas ignoradas de las niñas de Alto Hospicio y seguía corriendo sin detenerme y cuando ya faltaba muy poco para llegar al teatro, cuando ya estaba en la esquina, ponte tú, se me aparecía el hotel de Panimávida en ruinas -igual que a fines de los 90, cuando me encerraba ahí a escribir, ¿te conté eso?-, se me aparecía como si fuese un destino obligado y yo trataba de avanzar pero una turba de personas me impedía el paso: estaban saqueando el hotel y llevándose los objetos de valor. A mí me parecía una idea muy seductora, abrumadoramente bella, pero debía llegar al teatro entonces trataba de continuar mi camino hasta que me encontraba con mi profesora de literatura y ella me decía decididamente que había que rescatar los libros, rescatarlos de qué, pienso yo, o para qué, pero eso lo pienso ahora y en el sueño pensaba que sí, que había que rescatar los libros, y entonces me sumergía en las ruinas del hotel de Panimávida con mi profesora y otras personas rarísimas y ya me olvidaba de ir al teatro. Parece un relato erótico.
Es un relato erótico, responde la Paz, lo que pasa es que está mal contado. Mientras lo dice no despega los ojos del dibujo que está haciendo y frunce el ceño, no sé si de abrumada o concentrada. En el computador suena Luz Casal y no sabemos por qué. Nos reímos cuando nos damos cuenta y empezamos a corear. Estamos en su taller, son como las siete de la tarde de un día jueves, yo voy camino a casa después de la pega y paso a comentar el día y compartir un caño. A veces la encuentro de buen humor. A veces no. No me gustó la obra de ayer, dice al rato, sorry, pero tenía que decírtelo. Yo digo: no importa, está bien, parece que a la mayor parte del público no le gustó. Luego digo: en este momento no sé bien por qué no importa, pero lo que quiero decir es que está bien, que de todos modos hay varios aprendizajes de la experiencia. Y después digo: era una experiencia necesaria y no es importante si gusta. El público tiene razón pero no significa que yo esté equivocada. Tampoco es que fuera muy compleja, murmura la Paz pero de inmediato dice que qué bueno que lo vea así, porque así es. Yo pienso en la obra y sólo puedo agregar que ya fue, que la próxima será mejor.
Ahora hablamos sobre su romance, que tiene buenos y malos momentos, cada vez los buenos son más buenos y los malos son más malos, dice. Yo asiento, como si lo que estuviera escuchando me constara, como si lo hubiera vivido o como si lo pudiera entender, y digo que sí, que es una etapa intensa, y añado algo sobre el desorden de las emociones pero sin convicción. A ratos siento tristeza, dice la Paz, pero ya no es como las veces anteriores, ahora tengo una tristeza tranquila, no esa tristeza rabia, no esa tristeza angustia que la hace a una dar jugo, es una tristeza experta. Yo la escucho y descubro que no tengo mucho que aportar en tristezas tranquilas, las mías son escandalosas e inexpertas. Se hace intensa a ratos la vida, digo, y he llegado a pensar que esa intensidad es la que me gusta, la pasión, el desequilibrio, el delirio permanente. No quiero creer que exista una sola persona capaz de rompernos el corazón, eso ya no sé si lo digo yo o lo dice ella, ahora me parece tan lejano y patético que creo que soy yo. Luego hablamos de otras cosas no tan diferentes. La música ha variado y suena de fondo Nina Simone, cuando la Paz se da cuenta la cambia bruscamente y coloca a Mon Laferte, más por excéntrica que por gusto real. Yo hablo del color de la voz y ahí me quiero detener. De pronto recordaba su voz, le digo, ponte tú que iba en el bus y recordaba su voz, y me sentía tan contenta de tenerla, de tener acceso a esa voz agradable y graciosa, de que esa voz fuera mi contravoz, mi contraparte, mi enemiga más inteligente, que burbujeara para mí, que me dirigiera la palabra. La Paz exclama que está chata de ese tema. Éramos insufribles, le digo tratando de justificarme, pero nos mirábamos como si acabáramos de conocernos. La Paz agrega que el amor sin paciencia no existe, que no quiere que su relación termine como terminó la mía y que deberíamos emborracharnos.
Decidimos salir a caminar. El frío y la niebla de junio nos anulan los sentidos, las bocas se esconden en bufandas de lanas húmedas por el vaho de la respiración, si hablamos es peor y las voces nos salen tiritonas. Hablamos desafinadas. Entonces preferimos irnos a mi casa a beber vino al lado de la estufa a gas. Me cuenta que el segundo semestre hará clases en una universidad privada, que está contenta pero no desbordante de alegría, que el acuerdo es mediocre y la universidad una bolsa de empleos rotativos y precarizados, pero que para sobrevivir le alcanzaba y a falta de una mejor oferta, no podía regodearse. Estuve de acuerdo e insistí con aquello de la experiencia, aunque ya sin saber por qué. Me dan miedo las experiencias, dice ella, los cambios me asustan, siento nostalgia fácilmente, me gustaría que las cosas se quedaran como están ahora o, mejor aún, como estaban hace un año. Eso no tiene sentido, alego yo, lo dices de exagerada no más. Sí, reconoce, lo digo de exagerada, pero también lo digo porque el tiempo es implacable. Me da risa y me río. No te angusties, insisto como si ese consejo sirviera de algo, hay que ir tomándole el ritmo, son momentos, la felicidad es cíclica. ¡Uy, amiga, qué estás leyendo!, exclama ella, mira, sé que puedo sonar fatalista, pero de pronto pienso ¿sólo esto era la vida? ¿Acaso lo mejor que me podía pasar ya me pasó? Vuelvo a reírme. Tú definitivamente estás leyendo a los existencialistas. No, me dice abriendo sus inconfundibles ojos de alarma, estoy leyendo a los latinoamericanos, los pensadores latinoamericanos, los que nos recomendaba Pinedo. En ese momento se pone a temblar, con la Paz nos reímos nerviosas pero ninguna abandona su lugar. Yo vigilo las olas del vino que van de un extremo a otro del vaso, pero sin desbordarse, con prudencia, como la tristeza tranquila. Al final una se acostumbra a la muerte, digo a propósito de Pinedo, con el tiempo a veces me ha parecido que mi hermano siempre estuvo muerto, que Lemebel siempre estuvo muerto, que fue algo que me ha sucedido siempre, que nací lamentando eso. La Paz en otro momento se hubiera reído, pero ahora acerca la copa a sus labios y antes de tomarse el trago al seco dice que ella aún recuerda el pedazo de sándwich que encontró en el escritorio de su padre después del funeral.
Nos recostamos sobre la alfombra y aprovecho de acariciarle el pelo, única demostración física de cariño que hemos tenido por años, hasta que le advierto que el piso tiene pelos de gato. Se reincorpora haciendo un gesto de asco poco creíble. No siempre fuimos tan deprimentes, digo yo, cuéntame algo hermoso. Está bien, dice la Paz, y empieza a contarme que el día anterior acompañó a su madre a la quimioterapia a Santiago, yo cierro los ojos y la dejo continuar. En el terminal de Talca, dice, en el área de fumadores, había tres sujetos extrañísimos repartidos en esa área también extrañísima que además es triangular y con bancas en cualquier dirección. Un lugar tan feo que conmueve. Los sujetos no se miraban entre ellos, de seguro no se conocían, y estaba cada cual sumergido en un abismo, se le veía en la mirada, un abismo diferente en cada caso, pero profundo al fin y al cabo. Dos de ellos eran hombres ya mayores, de esos que han envejecido mal, que bordean los sesenta años, que usan jeans y jockey, que fuman y se movilizan ebrios en bicicleta. La tercera era una señora que quizás aparentaba más edad de la que realmente tenía, con el rostro excesivamente maquillado y el ceño fruncido, con un bolso de feria en una mano y el encendedor en la otra, todes mirando hacia su propio abismo con el cigarrillo colgando de la boca. Nos quedamos en silencio. Y eso es hermoso, digo yo. No es una pregunta, mucho menos una afirmación, sólo una reflexión injustificada. Claro, responde la Paz, si hubiera andado con la cámara hubiera tomado la mejor fotografía que jamás alguien podría haber hecho de un sector de fumadores.
Son las once de la noche y la llama de la estufa empieza a parpadear hasta que se apaga completamente. Sólo queda el olor a gas. La Paz opta por irse, la acompaño hasta la esquina, nos despedimos con un abrazo y ya sin hablar. Me quedo observando cuando empieza alejarse por la calle vacía, hasta verla desaparecer entre la niebla.