Revista Endémica

Literatura

La voz de mi ladrón honrado, 8 ° cuento de La Gran Intemperie

Por Claudia Araya

Masiel Zagal, cuentista y dramaturga nacida en Rari, nos comparte esta semana “La voz de mi ladrón honrado”, basado en “Un ladrón honrado” de F. Dostoiewsky, y esta vez, la ilustración es del artista visual Hugo Astudillo @dejatequemar .

Como cada sábado, este cuento corresponde a una publicación especial del libro “La Gran Intemperie” de la  autora de “Avenida El Dique”, “Lucila, la niña que iba a ser reina”, “La mujer quebrada” entre otros. Masiel es Profesora de Castellano y Magíster en Humanidades: Literatura y Artes Visuales.

No te pierdas la próxima semana un nuevo cuento ilustrado de manera exclusiva para esta tercera edición en Revista Endémica.

 

La voz de mi ladrón honrado

 

No fue por eso que llegué a esa hora. Fue por lo otro. Sí, por esas señoras que se pelearon en la calle, cuando una, sin querer, le botó las frutas a la otra; y esa otra, con querer, de malintencionada, le tiró las frutas a la anterior. Y hasta las pisó, figúrese usted. Los señores también se pelearon, no por las frutas, los señores no cargan frutas, cargan dinero. A un señor se le cayó el dinero en la calle y otros dos lo vieron allí, babosearon al imaginarse ese montoncito de billetes en sus manos. Pero antes de tomarlos empezó la discusión: no es tuyo, tuyo tampoco, yo lo vi primero, no, yo lo vi. Llegó el guardia, figúrese usted, y dijo que ese dinero le correspondía al dueño. Lo tomó en sus sudorosas manos y salió a buscarlo, pero yo vi que el muy abusador lo dejó para él. Así no más fue la cosa. 

Yo, arrebozándome aún más con mi capote, sólo los miré a la distancia, no me tenté ni con el dinero ni con las frutas esparcidas, pisoteadas y sucias. Todavía me quedaba un resto de vino que guardaba con el calor de mis manos y más me vale eso que la tentación de la buena suerte. Es que si iba en busca del dinero o de las frutas se me podía derramar, válgame dios, y el dinero me lo hubiera quitado el guardia. Y me hubiese quedado sin nada, porque ni modo que las frutas me fueran a abrigar por dentro, figúrese usted. No, nunca. Yo no tengo buena suerte, ya ve usted. Así es que ahí estaba yo pensando e imaginando, pero no fue por eso que llegué a esa hora. 

Yo estaba pensando por ahí por las calles. Yo caminaba y pensaba por las calles frías, por el viento frío. Pero no pensaba en el frío ni en el viento ni en mis zapatos rotos. No. Estaba pensado en lo inútil que puedo ser, en lo poco que puedo ser, en la carga que puedo ser. Para usted, claro está, para usted que es el único que me carga. Nadie más me quiere a mí, ni darme trabajo quieren a mí. Y le juro que he tratado de conseguírmelo, pero todos me miran mal, como la escoria misma, como lo peor de la podredumbre humana. Porque la humanidad también se pudre y entre ellos estoy yo. Ni porque llevo mi capote, que vale lo que vale, me toman en cuenta.

Entonces me vine caminando tan triste yo, tan triste por la pena, por la rabia, por el miedo, por usted, por llegar el momento en que no me soportará más, por mi carga, por mi hambre por mi sopa por mi cama por mi borrachera. Que usted dijo que la próxima vez dormiría en la pisadera y qué le iba yo a hacer. Era tarde y estaba ebrio, qué le iba yo a hacer. Acomodé mi cabeza sobre el capote doblado sobre la nieve sobre la escala y con más frío que pena me dormí para no molestarlo. Que de dónde iba a suponer yo que se iba a molestar igual. Mejor hubiera entrado y me quedaba en la silla mirando por la ventana, un poco más ajeno del mundo, con menos caos, un poco con más calor, menos solo, con más tranquilidad, menos malo, con más seguridad, menos borracho, con más pena, menos culpa. Y usted igual se hubiese molestado, claro está, pero no preocupado.

Entonces no crea, por el amor de Dios, que hay tanta inconsciencia de mi parte. Carga soy, estorbo soy. Borracho, lacra, mugre soy. Podredumbre soy, porque así me mira la gente de la calle y de los bancos y de las tiendas. Porque así me miró la gente como tres veces que yo caminaba por las calles frías, por el viento frío. Porque cosas malas soy, válgame dios, pero no ladrón. Que de dónde, que para qué, que por qué. Que nada, señor, yo le digo que nada. Que el robo, cuándo, señor. Yo no soy ladrón. Yo soy honrado, pero pobre, muy pobre. 

Por eso le repito, como por séptima vez, que yo no tomé esos pantalones suyos, señor. Que para qué los iba a querer yo, si con los que tengo me basta, si tanto que me han durado junto a mi capote, si cuando me ha visto usted con pantalones tan finos y tan caros, si para qué. Si yo no soy un manilarga amigo de lo ajeno, señor. ¿Cree usted que yo podría pagarle de tal modo? Robándole a usted sus pantalones más preciados. 

No, no se moleste porque ando en cuclillas o arrastrando mis rodillas, no se moleste porque me esfuerzo en buscar lo que usted ya buscó, los que usted no encontró en los mismos lugares que busco yo. No se moleste, señor, pero es que por aquí deben estar esos pantalones, en alguna parte van a aparecer. Bajo la cama, bajo el colchón, bajo la mesa, bajo el baúl, bajo la silla, bajo sus pies. Quién sabe. Por ahí deben estar, voy a seguir buscándolos hasta encontrarlos. ¿Vio bajo la cama? Sí, también yo busqué ¿Y bajo la alfombra? No, no tenemos alfombra. Pero probablemente estén en alguna parte del baúl, vamos a ver. O también es probable que hayan desaparecido porque sí, porque se les dio la gana. Sí, así no más, así se desaparecen de repente las cosas. 

Usted me mira con risa de pena, señor, con rabia de lástima. Usted no es capaz de levantarme la voz ni de humillarme ni de azotarme por su desconfianza en mi contra. Porque usted es bueno y yo no pude haberle robado, para qué, mire como ando, mire mi miseria, mire mi ebriedad, para qué iba a robar sus pantalones caros con los que pensaba hacer tantas cosas. Era como si usted tomara mi vino y me lo echara por la espalda. 

Entonces debo marcharme, sí, debo irme. Porque usted es bueno y sin embargo desconfía de mí. Porque yo soy malo y sin embargo no tomé sus pantalones ni la pollera de la vieja. Porque estoy borracho y sin embargo guardo dignidad. Ni humillado ni ofendido, sólo por respeto debo irme. Por respeto a mí y a usted. Porque no robé y usted no lo sabe, entonces debo irme.

Y allá afuera está blanco y camino. Y mis pies tocan la nieve y ya morados no sienten nada. Y el ambiente sabe a hambre y desamparo, sabe a vacío y dolor de estómago. Y el alcohol sabe a sal para las heridas. Y la muerte se aproxima y retrocede. Me mira de lejos, me guiña el ojo, me engulle en una pestañeada, silba despacito desde la esquina y después se pierde mientras camino por las calles blancas, por sus noches blancas, mientras me alejo en el miedo de tener miedo y no darme cuenta. Y nada está oscuro y nada se ve. Sólo hay silencio de brisa de nieve. Sólo hay tiempo para caminar y avanzar hacia la muerte que mejor se esconde, que mejor se va, que mejor huye de mí porque cosas malas soy. 

Una noche, al lado de un muro, cubriéndome con mi capote del frío petersburgués. Tirité y no dormí, creo yo. Siento yo que no dormí porque de todos modos desperté y no era como tal, era como si me pesara el sueño y el cuerpo. Otro día que sabe a mil años y el viento me rasga la piel. Las tabernas se cerraron para mí, las veredas se escondieron para mí, las orejas se congelan y los párpados se caen. 

Otra noche sobre un puente porque abajo es peor, dijo ese transeúnte que caminaba como yo pero que nunca lo tuvo a usted. Pero abajo tendría techo, alegué yo. Y para qué, si no hay nada que cubrir. Y tenía razón. Hipotérmico y moribundo lo recuerdo con cama y techo que sí tenía muchas cosas que cubrir. Lo recuerdo con ventana y con mesa y con baúl. Con cebolla y agua caliente. Y pantalones perdidos. 

Ya de día, ya de tarde, cae la noche y llego a su casa. Lo encuentro esperándome ansioso, angustiado y con una sonrisa que parecía un poco mueca pero era sincera, más sincera que el frío y que la sal para las heridas. La sopa, el pan con cebolla, un vaso de vino. No quiero vino, señor. Se detiene lentamente y me mira con curiosidad más que necesidad. Estás enfermo. Sí, no me siento bien. 

Me acuesta, me arropa, me da agua. 

Y la fiebre me consume suavemente en medio de destellos blancos y cansancio de mi mente que nunca pensó demasiado y sin embargo pesa más que zapatos con lodo y nieve. Y me duermo y me pierdo y me hundo y despierto y usted está al lado caminando, llamando al médico, viene el médico. No, no hay vuelta, sólo hay que esperar. 

Y esperamos mientras duermo a saltones en su cama. Y esperamos lo que tenga que venir porque todo lo que tenga venir vendrá de igual modo, porque ya no hay nada que hacerle, dijo el médico, porque hay que esperar que me hunda para siempre y que en algún momento deje de despertar y mirarlo a medias con mis ojos que se cierran solos. Porque la fiebre no retrocede y me consume suavemente y se frota las manos cuando la muerte da vuelta la esquina guiñándome el ojo, porque avanzaba lentamente porque hay que disfrutar la espera, dijo mientras se agachaba a amarrarse el zapato con lodo y nieve que ahora pesa más que el pensamiento. 

Y la vida y los recuerdos de la infancia de la calle de los niños de los juegos de alfileres de modistas de la loca de la madre de la niña de la esquina de los llantos de la historia del pasado de la cruz de Jesucristo de su sangre de mentira de los curas de la iglesia de la ostia del vino, vino, vino, agua ardiente bendita de los cantos de la infancia de la calle de los niños. Suavemente, cálidamente, lentamente. 

Y yo lo miro y lo veo a medias y usted no se quiere alejar de mí. Que camina y murmura que algo habrá que hacer, que esperar para qué. 

Señor, ¿cuánto le darán por mi capote? Parece que digo cuando logro abrir los ojos y la boca al mismo tiempo, cuando logro verlo bien pero hablar con voz que se hunde en el colchón de mi humedad. Y usted me mira con risa de pena, con llanto de lástima. Dice que tres rublos y pienso que es poco, muy poco para todo lo que me ha acompañado por tantos años. Entonces no aguanto más con la carga de la pena de la culpa del ahogo de la maldad. No puedo morir cargando con lo que para usted era lo mismo que para mí una botella del mejor vino. Y lo miro y hablo y le digo lo que no debía haber dicho antes, cuando su ira iba y venía entre la cama, la silla, el baúl, la ventana. Entonces le digo lo que debía decirle justo ahora. Cuando yo me muera, señor, quiero que usted lleve mi capote y lo venda, si le cose los agujeros puede que le den más dinero. Quizás así pueda recuperar en algo la plata de los pantalones, que yo le robé comprar alcohol. 

Y me toca con cariño y su mano es como el cielo. Descansa, hijo, descansa. 

Y no quiero descansar, no quiero dejar de vivir esta vida de miseria a la que ya me había acostumbrado después de tanto andar por ella. Y lo miro descubriendo en horas de mi muerte la bondad de lo poquísimo que éramos. Y los ruidos en mi oído hacían bom-bom-bom y la cama era de algodón y todo ardía con mi cabeza. Algo remecía la vida entera y mi capoteo no era suficiente para protegerme. Extendí mi mano para asirme de algo, pero sólo encontré el vacío más rotundo. 


(Basado en “Un ladrón honrado” de F. Dostoiewsky)

 

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