Revista Endémica

Literatura

La Gran Intemperie, cuento N° 6: TÚ CONOCES A ONETTI

Por Claudia Araya

Cuento de Masiel Zagalescritora maulina. Cuentista y Dramaturga. Autora de “Avenida El Dique”, “Lucila, la niña que iba a ser reina”, “La mujer quebrada” entre otros. Profesora de Castellano y Magister en Humanidades: Literatura y Artes Visuales.

Ilustradora: Carolina Medina 

No te pierdas cada sábado un cuento distinto e ilustrado de manera exclusiva para esta tercera edición del libro La Gran Intemperie.

 

TÚ CONOCES A ONETTI

a C. Nail

 

Todo empezó con la visita que le hice a la profesora hace como un mes. Para ser franca no es que fuera a visitarla por voluntad, ella me llamó para que lo hiciera e, igual que las veces anteriores, me hice la desentendida un par de días hasta que me pesó la conciencia: le tenía cariño y agradecimiento a pesar de su carácter frenético y agotador.

Se había accidentado y estaba usando bastón y bota ortopédica. ¿Te parezco patética? -dijo apenas saludó- debiste haberme visto con yeso y saltando entre dos muletas. ¿Cómo le fue a pasar esto?, pregunté sorprendida y culpable de no haberme enterado antes. La única pregunta es qué voy a hacer con esto, reflexionó enfática mientras se dirigía a la cocina. Perderé todo el primer semestre en la universidad, quizás pierda más. Los jóvenes no saben lo que tienen. No entendí la última frase, aun así le hice ver que hablaba como si tuviera 80 años, que la recuperación sería lenta pero no eterna, a lo que respondió que a esta edad todo era lento y el resto era eterno. Hacía preguntas de buena crianza mientras se afanaba en el café, pero se quejaba tanto que tuve que terminar de prepararlo yo.

¿Sabías que Piglia es plagiador? Me gritó desde el living y preferí no responder, fingí no haberla oído. Yo era consciente y víctima de su afición por los libros y su obsesión por inesperados temas lograba ser perturbadora. Ella también fue víctima de aquello, si al fin y al cabo todos somos esclavos de nuestro objeto amado. Una vez, años antes, me llamó por un libro del que recordaba una escena pero nada de la historia, ni del título, ni del autor. Era un hombre triste y solo, me decía, un hombre que trabajaba en un lugar aislado y la empleada de la casa donde se hospedaba era una mujer vieja y fea. Estos datos son importantes, repetía, hombre triste y solo, mujer vieja y fea. Una noche el hombre triste y solo estaba tan triste y tan solo que la mujer vieja y fea tiene sexo con él por compasión. La mujer vieja y fea se entrega a este acto de consolación al prójimo y el hombre triste y solo está sobre ella queriendo acabar y no lo consigue: la mujer vieja y fea en su expresión sexual se veía más vieja y más fea que nunca. El hombre triste y solo coge una bolsa y la coloca en la cabeza de la mujer vieja y fea para no verle el rostro, pudiendo por fin llegar al orgasmo. La noche siguiente o quizás noches más tarde, la profe no lo recordaba, el hombre triste y solo volvía a verse atormentado. La mujer vieja y fea, para consolarlo, hace un gesto aún más noble: lo invita al acto sexual con la bolsa ya puesta en la cabeza. El hombre triste y solo, que también podía ser buen tipo, le quitó la bolsa, le besó la frente y se fue. Eso recordaba ella. Dime de qué libro es, me insistía en esa ocasión, tú has leído lo suficiente, tú deberías saber, tú quieres ser investigadora, aunque yo te prefiero escritora. Me tuvo una tarde entera escuchando la misma historia y añadiendo detalles insignificantes que recordaba. Ella había decidido que era mi misión resolver su inquietud. Sólo debes enfocarte en literatura latinoamericana de mitad de siglo o, me parece más probable, de segunda mitad del siglo XX. No era del boom. Y lo anotaba en un post-it para que no se me fuera a olvidar. Me llamaba semanalmente, quería saber si lo había encontrado. Recuerda, insistía, literatura latinoamericana, quizás argentina, quizás uruguaya, parloteaba a través del teléfono. Hasta que tuve la genial idea de decirle que el libro era de Juan Carlos Onetti, que se llamaba El viento sobre San Ricardo, que había sido edición limitada y que seguramente ella lo leyó de una biblioteca pública cuando las bibliotecas públicas del Cono Sur se aliaron para compartir sus autores, pero que sería difícil conseguirlo de nuevo. A la segunda vez que lo mencioné, se resignó. Por aquel tiempo yo venía recién saliendo de pedagogía y ella había sido mi profesora de literatura. Siempre me tuvo aprecio, yo creo que porque era la única que estudiaba con beca, y al poco tiempo me contrató como su ayudante. Ahora habían pasado los años y seguía llamándome, casi siempre para cosas de ese tipo.

¿Sabías que Piglia es plagiador? Insistió apenas me vio aparecer con las tazas de café. Me quedé callada. Quizás sí, dije al rato, o no en realidad. ¿Sí o no? No, es demasiado famoso para ser plagiador. Pero te hablo de un plagio romántico e inofensivo, endulzó forzadamente la voz y sonrió como buscando complicidad. Los escritores suelen hacerse guiños y referencias entre ellos, eso no los convierte en plagiarios. Claro que no, lo que los convierte en plagiarios es el plagio. Quise distraerla con preguntas sobre su pierna pero de un manotazo al aire desechó el tema.

Déjame leerte algo, dijo, y se puso a buscar entre libros desparramados arbitrariamente en mesas, sillones y alfombra hasta dar con uno pequeño, de tapa roja quizás, mientras insistía que el tema sería de mi interés porque si yo conocía a Onetti, me interesaría Piglia. Sobre todo ahora que eres investigadora, me miró inquisitiva mientras me mostraba el libro. Es Prisión Perpetua, explicó buscando la página, escucha. Y leyó: Mi hermano no paraba de decirle a Natividad cosas así: ahora, nena estamos en New York City y aunque no te dije todo lo que pensaba cuando cruzamos Missouri y sobre todo cuando pasamos por el reformatorio de Boneville, que me hizo acordar de mi encarcelamiento, entonces, quiero decir que es absolutamente necesario que posterguemos todo lo referente a nuestros amores personales y empecemos en seguida a pensar en planes específicos de trabajo y de realización económica. Y así sucesivamente, contó Steve, con el recorrido circular de quien ha estado en prisión.

Me prestó el texto de Piglia y me indicó lo subrayado, como para convencerme de su veracidad, mientras volvía a hurgar en otras pilas de libros, continuando la perorata de la investigadora, hasta dar con uno amarillo de Jack Kerouac. Sin ninguna dificultad encontró la página y el párrafo, a pesar de no tener allí más marcas que las que deja el manoseo de haber sido leído una y otra vez. Todo este tiempo –leyó la profe en voz alta- Dean le decía a Marylou cosas como éstas: -Ahora, guapa, estamos en Nueva York y aunque no te he dicho todo lo que estaba pensando cuando cruzamos Missouri y especialmente cuando pasamos junto al reformatorio de Booneville, que me recordó mi asunto de la cárcel, es absolutamente preciso que ahora pospongamos todas aquellas cosas referentes a nuestros asuntos amorosos personales y empecemos a hacer inmediatamente planes específicos de trabajo… -Y así seguía del modo en que era aquellos primeros días.

Nos sentamos en silencio. Cada una sostenía un libro. Los intercambiábamos y volvíamos a leer y comparar.

-No creo que Piglia plagie- dije al fin.

-Hay palabras que no deberían decirse juntas.

-No tiene sentido, On the road es un libro muy conocido.

-Quizás en el 88 no lo era tanto en el tercer mundo- insistió ella- Además, yo creo que Piglia lo leyó en inglés.

-Aun así- reclamé- Piglia no haría robos vulgares, trabaja con la intertextualidad y la metaliteratura…

-…una especie de recurso literario que permite copiar con estilo.

El café se había enfriado. Volví a la cocina a calentarlo. Desde ahí la escuchaba dando tumbos con frases como tú eres investigadora, tú conoces a Onetti, debiste ser escritora, debes conocer a Piglia.

-Hay que conocer muchos más que eso para saber si es plagio o no- dije apenas me asomé con los cafés- Haberse leído entera la obra de Piglia, estudiar la relación que tenía con los beat, buscar otras similitudes en ambas obras.

-¡Ajá! Debes hacer todo eso.

-¿Debo?

-¡Claro! Tú eres investigadora, tú conoces a Onetti.

Entonces ahí me rebelé. No estaba dispuesta a aceptar. Juro que dije que no, pero ya no estoy tan segura.

-Mire -recuerdo que le dije- que conozca a Onnetti no tiene nada que ver con este asunto. Que sea investigadora no significa que investigue cualquier idea que me den. Si no soy escritora no es asunto suyo. Y por último, profe, recuerde que hace años que dejé de ser su asistente- Se lo dije con rabia contenida, pero una rabia respetuosa al fin y al cabo.

-¡Tú estás loca! –exclamó escandalizada- ¿crees que te estoy pidiendo un favor? Tú estás loca. ¡Te estoy regalando la idea, mujer! Puedes escribir uno o dos artículos académicos con esa relación. Tres, si es plagio.

Yo no estaba segura de la reacción que ella esperaba de mi parte, sólo que ya había considerado mi poco entusiasmo como posibilidad. No es que la idea no me atrajera (se me hacía agua la boca solo pensarla), sino que no podía concebir volver a sus llamadas semanales, quizás diarias, preguntando cómo iba la investigación, pidiendo los pormenores, sugiriendo reescribir, como esa patrona complaciente que nadie quiere tener.

-Este ‘descubrimiento’ es suyo- quise apaciguar.

-Y te lo doy a ti. Yo estoy coja, no soy creíble.

-Ahora que tiene tiempo podría dedicarse a investigar.

-No me huevees. Ten piedad de mí.

-¿Usted sabe mejor que yo que todo esto puede ser una intertextualidad obvia, cierto?

-No sé nada. Tú eres investigadora y conoces a Onetti, hazte cargo.

-Bien, estudiaré al respecto, pero no le prometo escribir algo.

-Da igual. Ahora es tu problema, yo ya lo olvidé.

Pasó una semana y la profesora no me llamó en ningún momento. Yo en tanto repasé los palimpsestos y traté de identificarlos en el texto de Piglia, sólo para dejarla tranquila cuando llamara. Pero no llamó.

Se me hacía extraño y sospechoso su silencio. El martes de la semana siguiente yo misma marqué su número. Le conté lo que había avanzado, le dije que me pondría en contacto con un amigo experto en la obra de Piglia, que al parecer la clave de todo sería Steve Ratliff, pero sólo conseguí que me gruñera que eso no era asunto suyo y que el horóscopo decía que no había nada más contraproducente que hablar de pega con amigos y familia. Sentí escalofríos después de esos dos sustantivos. Me contó los resultados de la resonancia magnética, cada una de sus sesiones de kinesiología y que le habían enviado unas postales tan feas que tuvo que echarlas a la basura. Corté convencida de que el accidente le había afectado más de lo que ella creía y sentí un breve temor por lo que podría venir.

Cuando volví a llamar me contestó su hermana: la profesora se había suicidado y la estaban velando en ese momento. Lo terrible puede suceder en cosa de segundos, pensé. Solté unas lágrimas justo después de colgar, más por el impacto de la noticia que por la pérdida. Qué sabe nadie de pérdidas. Fui a su casa durante la tarde, alguien comentaba con voz baja y solemne, propia de los velorios, que la policía se había retirado hacía poco, que andaban entrevistando a familiares y cercanos, que resultaba extraño que se ahorcara si usaba muletas y bota ortopédica.

Decidí no hacer preguntas y sentarme cerca del ataúd unos protocolares veinte minutos. Luego acepté un tazón de consomé y recorrí la casa, como si buscara alguna señal de alerta, pero no buscaba nada o si lo hacía no sabía qué. Me acerqué a la hermana de la profesora a darle el pésame y me fui.

Aunque no sucedió así exactamente.

Me acerqué a su hermana, le di el pésame y, sin que yo haya mostrado interés por saber, me contó confusamente lo ocurrido: nadie la había visto más alterada de lo habitual, no había motivo aparente para la fatal decisión, la encontró varias horas después la señora del aseo, su cuerpo colgaba de una viga a la vista del techo –ahí mismo donde la estaban velando-, desnudo, frío, con un pie fracturado, balbuceaba la hermana. No dejó nota suicida, aunque sí dejó corriendo un disco de blues, que podría darse para algo interpretativo, añadió. Pensé en la carta del suicida de Nicanor Parra y reprimí un comentario desubicado. La policía sospecha, continuaba ella hablando, no es que sospeche, se corregía luego, o ellos no hablan de sospecha, ellos dicen que es investigación de rigor, dicen que es raro por eso de la muleta y la bota ortopédica, porque cómo se iba a colgar, además que por qué, eso dicen ellos y yo digo lo mismo, por qué, suspiraba la hermana. ¿Usted sabe qué razón pudo haber tenido para suicidarse?, preguntó de pronto, como si me conociera de toda la vida. Me encogí de hombros y reprimí otro comentario, esta vez sin disimularlo. Dígame, insistió, aunque sólo sea una idea, dígame. No era una invitación, era más bien una súplica tirana. De pronto me empecé a sentir aterrada, aunque sólo estaba nerviosa. ¿Para molestar?, me aventuré mirándola de reojos. La hermana de la profesora pareció no comprender al comienzo, luego fingió ofenderse o quizás sí se ofendió. Quise explicar, pero ya se había alejado.

Entonces me fui.

Al llegar a casa sólo atiné a arrellanarme en el sillón, con la estufa encendida y una manta, bebiendo una cerveza tras otra hasta agotar el pack -me faltaba sólo el gato para ser una caricatura de redes sociales- pensando en lo lamentable, lo vulnerable y lo repentino de la existencia, que puede ser una mierda cuando queremos creer que tenemos una misión en ella. Y trataba de reafirmar en mí la idea de que la vida es horizontal, que no se acumula, que no importa en qué momento alguien muera: nunca le quedará algo pendiente. Y así me consolaba con la misma falsa convicción de quienes hablan de un lugar mejor.

Pensé en la profesora y en lo frenética que era, me pareció increíble que haya sobrevivido hasta ahora. Recordé que hace algunos años, cuando pasaba yo por una pena de amor, le pregunté si alguna vez había pensado suicidarse ¿Suicidarme yo?, espetó, ¿con todos los libros que me quedan por leer? ¡Ni cagando! Entonces deliberé que lo decía sólo porque sonaba bien. Volví a considerar lo mismo, el suicidio era la única hipótesis razonable. Razonable a medias, como todo lo que la profesora hacía. Recuerdo que aquella vez me dijo, y fue su única frase de consuelo, que había que llevar una vida de mierda para matarse por amor. Ahora ella estaba muerta, ahora ella era la suicida. Y no por amor, eso queda descartado, pero en cierto modo sí por llevar una vida de mierda. La licencia médica, la universidad, la inmovilidad, la rehabilitación. La profesora no era el tipo de personas que termina una rehabilitación. Y así cavilaba yo, haciéndome las mismas preguntas que su hermana, una y otra vez, hasta que me dormí en el sillón, cansada y ebria.

Fue al día siguiente del funeral cuando me llegó la primera carta. Era de ella, lo supe apenas la recibí, aunque en todo momento traté de no reaccionar con demasiada alarma. Decía “1- Creo que Ratliff es el camino complaciente, no te dejes engañar” y nada más. ¡Qué mierda! Apenas calmé los temblores decidí que esto tenía una explicación lógica: había sido fechada el mismo día de su muerte; la escribió, la envió y se mató, en ese orden. Pensé que era mejor esperar. Pensé que si la profesora hubiese dejado una carta suicida dirigida a quién sea, la policía querría verla. Pensé en llamar a la policía. Pensé que era mejor esperar.

Al día siguiente llegó la segunda carta. En cierto modo la esperaba. Esta vez sí llamé a la policía, que después de 40 minutos de preguntas sin sentido, optó por llevarse ambas. “2- Silvia Vélez. Mujer talquina, novia de Joaquín Edward Bello, fue humillada en público por usar una vereda reservada a la aristocracia local”, algo así decía, no tengo la original. Me declaré desconcertada. ¿Qué tenía que ver Silvia Vélez con el plagio de Piglia? Hay palabras que no deberían decirse juntas, repitió la profe en mi cabeza. Nada, no tenía que ver nada, sólo era una nueva divagación o descubrimiento suyo que quería que yo trabajara. Por eso llamé a la policía, para denunciarla, para detenerla.

Al otro día la carta llegó a la misma hora. La dejé en la mesa de arrimo y no la abrí hasta la noche, reprochándome mi nula fuerza de voluntad. Sopesé la posibilidad de llamar de nuevo a la policía, más que por colaborar para terminar de una vez con esto y dejarles el problema a otros, pero ya se levantaba en mí la idea de que sería un acto de alta traición, sería entregarla al enemigo, y me abstuve. Abrí una botella de vino para acompañarme. Decía: “3- Es un grupo de autoayuda para madres cuyas hijas murieron víctimas de femicidio, o eso debería parecer. Las madres, en vez de hacer terapias, forman una red de sicarios que ajusticia a los femicidas en libertad. Podría llamarse Las vengadoras, pero yo prefiero Club de madres”. Luego de leerla tres veces y de observarla como si fuera una fotografía abstracta, la dejé con un alfiler en la pizarra de corcho.

La cuarta carta llegó con un día de desfase, sin que yo me haya hecho ilusiones de que se detendrían. “4- Es un hombre aislado en la precordillera maulina que está a punto de morir. Es de madruga y desde hace horas que está sufriendo un dolor de muelas abrumador, el consultorio más cercano queda a 13 kilómetros, no hay locomoción ni vecinos cerca, se ha acabado el aguardiente, se ha fumado el último cigarrillo y se ha consumido la última braza en la cocina de humo. La máxima expresión de la desesperación y la miseria puede tener un solo resultado: un suicidio heroico como último vestigio de dignidad. Retómalo”. Esa historia la contó cuando era mi profesora en la universidad, no dijo si era ficción o realidad, pero cada uno de nosotros tuvo que escribir un cuento sobre eso. Finalmente dijo que tuvo que declarar la evaluación desierta, porque si nos colocaba nota no habría ningún azul. Luego habló del sentido de la estética. Siempre esperé que, aparte, me hiciera un comentario positivo sobre mi trabajo, pero no sucedió. Quizás esta era una de sus formas de hacerlo. Coloqué la carta en la pizarra de corcho y hurgueteé en mis carpetas hasta dar con el cuento que escribí en aquella ocasión. Lo releí.

Al otro día no fui a trabajar y esperé al cartero. Le busqué conversación como que no quiere la cosa, primero bromeando sobre que ya se conocía de memoria el camino a mi casa, luego preguntándole cuál era el sistema que usaban cuando llegaban las cartas y se enviaban, y finalmente mostrándome preocupada por si se cansaba de tanto andar en bicicleta. El cartero, que parecía sacado de una película inglesa de mediados del siglo XX, respondió que se sabía todas las rutas de memoria, que el sistema era el mismo que en todos los correos: reciben las cartas, las separan según las direcciones, las entregan al funcionario correspondiente y se repartían a domicilio, y que no se cansaba en bicicleta, más bien la disfrutaba, y sonrió. O sea, me acomodé en el umbral de la puerta para parecer distendida, ¿las cartas usted las recibe de otro funcionario, no del remitente? No vemos al remitente, contestó secamente. ¿Nunca?, insistí. La correspondencia viene de distintos lugares de Chile y el mundo, nunca vemos al remitente, repitió, y cerró la reja del antejardín por fuera.

Esta vez la glosa –porque sólo se remitía a un post-it pegado dentro del sobre- decía: “5- Al fin y al cabo todos estamos escribiendo el mismo libro”. Lo pegué en la pizarra y salí a caminar.

La sexta carta era larguísima, aunque no era una carta en estricto rigor, pero así prefiero llamarle para mantener la mística aunque con cierta distancia. No iniciaba con ‘espero que al recibo de la presente te encuentres bien’, pero de todos modos iba dirigida a mí. Era igual que las demás, sólo que ahora eran seis hojas arrancadas de una libreta con diseño arabesco. Decía así: “6- Hace algunos años leí sobre un gueto del que no se sabe nada, del que los líderes nazi sintieron tanta vergüenza que destruyeron todo vestigio y borraron toda huella, no por temor a la justicia sino a la humillación. Por supuesto que no hubo ningún judío sobreviviente. La única persona que habló de esto fue un ex soldado nazi que, antes de ser ejecutado, le contó esta historia a un compañero de celda, éste más tarde se la contó a un guardia, éste se la contó a alguien que resultó ser periodista o que después se la contó a un periodista, el que decidió escribir una crónica que no le permitieron publicar en los medios oficiales por falta de pruebas, lo que me parece paradójico y de una oscura ironía, pues la falta de prueba es la mayor prueba de que la historia sucedió como se cuenta. Yo la leí en un medio informal, de esos que pululan en la web, y me pareció de una belleza dolorosa. Este gueto, según cuenta el medio, estaba ubicado en el sureste de Polonia y no era más pequeño que el de Lotz. Funcionaba igual que todos, con diminutos o amplios departamentos donde se hacinaban las familias, con otros seres aún menos afortunados que debían vivir en la calle, con niños y ancianos muriendo a la intemperie, con la gente haciendo su vida entre cadáveres. Los soldados en un principio no intervenían mucho, la vida y la muerte era solo un devenir. Pero indefectiblemente las cosas llegaron a un punto álgido, la solución final había empezado a ejecutarse y el gueto debía ser liquidado. Aunque, ojo, era todo tan burocrático y los campos de concentración y exterminio estaba tan copados, que el gueto del que hablamos no podía ser desalojado en cualquier momento, por lo que los nazis andaban histéricos y mataban a uno que otro producto de los nervios. Eso pasó en todos los guetos de esa época, pero se cuenta que un anciano inválido que estaba en este recinto, un anciano judío, claro, y con una familia bien constituida, tenía entre sus pertenencias un frasco de cianuro (u otro veneno, no me queda claro), le cuenta a sus hijos el uso que piensa darle a éste, les dice que dios los ha abandonado y que si ya no pueden defender sus vidas entonces defenderían su dignidad. Quién sabe a qué le llamaban dignidad en aquella época. Lo cierto es que primero deciden sacrificar a un gato, al que quizás llevaron más por sentimiento de pertenencia que por real cariño, para de esta forma evaluar qué tan efectivo era el veneno y calcular la dosis suficiente. Afortunadamente el pequeño animal cayó muerto apenas probó el cianuro (o lo que sea) y así los hijos dedujeron o uno de los hijos dedujo que con ese frasco –no más grande que un frasco de mermelada artesanal de supermercados, imagino yo- tendrían no sólo para todo el apartamento, sino para todo el gueto. El anciano padre se mostró escéptico y protestó que se trataba de morir con dignidad, sin siquiera una convulsión, y que no compartiría el veneno si la dosis no le garantizaba aquello. Entonces toda la familia puso los ojos en el querido gato, que con apenas una lamida del letal polvo se había desplomado sin ningún agónico maullido, y se convenció de su eficacia y suficiencia. Te preguntarás cómo sé yo, o cómo supo el periodista o incluso cómo supo el soldado nazi que la familia miró al gato y la respuesta es bastante obvia: era su conejillo de indias, tenían que vigilarlo. Ahora que has dejado de interrumpirte con estúpidas interrogantes, continúo: Al siguiente día distintos miembros de esa misma familia empezaron a hablar en voz baja con otros habitantes del gueto, estos otros con otros y estos con otros, hasta que el veneno se repartió entre todos ellos. El mensaje era claro: apenas hubiera una señal, por mínima que parezca (vaya a saber una lo que para ello era mínimo), de deportaciones o exacerbación de la violencia, cada uno tomaría su dosis asignada de veneno y le daría otra a niños, enfermos y mascotas, si alcanzaba. El otro mensaje, axiomático al anterior, era destruir o dañar las pertenencias de cada quien, para que los nazis no obtuvieran nada de ellos. Y ese momento no tardó en llegar. De hecho todo indica, según apunta el reportaje, que fue la noche siguiente a la repartición del cianuro, a la hora de la cena, cuando los soldados irrumpieron en una vivienda. La ventana daba a la calle y los del lado y los del frente pudieron verlos u oírlos o imaginarlos desde sus casas. Así pudieron observar o descifrar a los nazis obligando a una familia, que se encontraba alrededor de la mesa, a ponerse de pie. Un anciano inválido no pudo levantarse, entonces los soldados lo tiraron con silla y todo por la ventana. La vida, a veces, tiene un negro sentido del humor. Sé lo que estás pensando: eso pasa en El Pianista. Y lo único que puedo decir es: bueno, supongo que había más de un inválido en más de un gueto, ¿puedo seguir? Los soldados hacen bajar al resto de la familia, la hace caminar por la calle adoquinada y le empieza a disparar a quemarropa uno por uno. Igual que en la película, insistirás tú, y la única respuesta que se me viene a la cabeza es que hicieron eso con más de una familia en más de un gueto, ¿puedo seguir? Uno de los hijos, quizás el mismo que decidió compartir el veneno con el resto, trató de escapar trepando el edificio, pero le dispararon en altura y al caer pasó a llevar con su mano el alambrado, dejando un hilo de sangre en el muro que lo separaba con el resto de la ciudad. Sí, igual que en El Pianista, quizás Polanski leyó el mismo artículo que yo, ¿puedo seguir? El punto es que muchos, o todos, vieron o escucharon o intuyeron este crimen, entonces se concretó lo dispuesto: cada una de las personas que habitaban el gueto tomó su dosis de veneno –hombres, niños, mujeres, ancianos, enfermos, mascotas, en ese orden- no sin antes haber eliminado o arruinado mesas, sillas, ropa, camas, vajillas, fotos o lo que fuera que consideraran propio. Quemaron el dinero, tragaron joyas pequeñas y tiraron a la letrina otros objetos de valor, como los menorá, por ejemplo. Es decir, si los nazis querían sus posesiones, tendrían que hurgar en la mierda de los judíos. La desocupación del gueto iba a empezar esa misma noche, los suicidas no lo sabían, sólo acertaron. A las dos de la madrugada los camiones de la wehrmacht reventaban los cadáveres de las calles adoquinadas y se agolpaban afuera de las construcciones. Quizás atribuyeron el silencio a que los inquilinos dormían, vaya una a saber. A una orden del superior, imagínate un trasunto de Amon Göth, los soldados empezaron a entrar casa por casa, derribando puertas, golpeando el umbral para infundir miedos, dando gritos entrenados por días frente al espejo, preparados para tironear, empujar, pegar y disparar sin mayor distinción. Oye, qué terrible se lee y se escribe todo eso, pero ¿sabes qué? No pudieron. ¡No pudieron! ¡Ya estaban todos muertos! Estaban todos, todos, todos muertos. Algunos alrededor de la mesa tomados de las manos, otros abrazados en un sillón, otros abrazados sobre la cama. Los niños murieron en los brazos de sus padres, mientras éstos le olían el cabello; los enamorados murieron besándose, como quien se prepara para una fotografía selfie; los hermanos solteros se acomodaron en un abrazo que Moisés y Aarón sólo imaginaron. Se cuenta de un bebé que murió pegado a la teta de su madre. También se cuenta de una pareja de mujeres que estaban desnudas, entrelazadas, la cabeza de una descansaba en los rulos de la otra, como queriendo aspirarlos en el último suspiro. El soldado de este último hallazgo no soportó la escena y se ensañó disparándoles, pero ya no importaba, podía hacer lo que quisiera con ellas y ya no importaba: sus vidas ya no les pertenecían a nadie. Al principio los verdugos creyeron que se trataban de casos aislados, de accidentes, de algo circunstancial, pero a medida que iban derrumbando otra y otra y otra puerta, vieron cómo su trabajo y sus luger y sus fusiles y los camiones y el tren que aguardaba sobre la nieve, perdían sentido. Humillados y avergonzados algunos, histéricos otros, confundidos los más, los soldados comenzaron a reunirse en la calle adoquinada, comentando el suceso en voz baja. El cabecilla entonces, tanto o más desconcertado, ordenó saquear las casas y recuperar el máximo de objetos posible, pero nada era recuperable. Cada mueble en apariencia redivivo tenía escritos obscenos o quemaduras notorias. Por más que buscaron, no dieron con el paradero de dinero ni de joyas y, aunque a más de uno se le ocurrió, nadie quiso mencionar la idea de buscar en letrinas ni cloacas. Los altos mandos estaban desesperados, no sabían qué hacer. Se reunieron durante horas para encontrar, según sus palabras, la solución post-final, pues en el campo de concentración acordado –posiblemente Auschwitz- estarían esperando el tren con los judíos de ese gueto, que tenía que llegar y llegaría. Así fue como durante el resto de la noche todos ellos, sin distinción de rango, acarrearon los cuerpos y los acomodaron en los vagones del tren, el que partió con ocho horas de retrasos y llegó al campo dos días después. Atribuyeron la muerte masiva al cansancio del viaje, la deshidratación e inanición. Pero ahí estaba el curioso Joseph Mengele, que sabiendo de la existencia de unas gemelas entre los cadáveres, quiso saber si la causa y hora de muerte habían sido las mismas. Tras descubrir el motivo e indagando en lo que realmente sucedió, exigieron explicaciones a los líderes del gueto. En vano éstos argumentaron que les habían alivianado el trabajo, que de todos modos iban a morir, que el campo ya no daba abastos, que los soldados estaban exhaustos, que la situación ya era insostenible. En silencio todos estuvieron de acuerdo, pero el protocolo era claro y a primera hora de la mañana siguiente los cuerpos del mandamás y su séquito colgaban de las horcas. Luego se ordenó aniquilar toda huella del extinto gueto que burló la ideología de la muerte como ejercicio de poder. Con esto no tienes que hacer nada, sólo quería contárselo a alguien”.

De más está decir que las pocas horas que dormí aquella noche soñé con un desierto o algo parecido a un desierto o más bien un sitio eriazo con dumas, donde la profesora era una líder nazi y yo una de sus soldados, pero no había judíos ni prisioneros ni sometidos, sólo turbinas eólicas, basurales y un cementerio de autos. Ha de haber sido un desierto chileno. A primera hora llamé al trabajo para declararme enferma y nuevamente me quedé en casa, nuevamente esperé al cartero, nuevamente intenté preguntar por el sistema de envíos de correspondencia. Quizás se puedan programar varias entregas con anticipación, especulé mientras firmaba, a lo que el repartidor respondió que no sabía de eso y que no lo creía, en todo caso. Luego dijo que le quedaba una larga ruta y se marchó. Esta carta era la más extrañas de todas y hasta sentí un poco de vergüenza colocarla en la pizarra, pero de todos modos lo hice. Versaba así: “7- Acuérdate de tu amigo, ese que fue preso político en democracia y que se dio el lujo de pegarle un combo al guatón Romo. Cuando lo conocí me dijo que volvería a estar preso sólo para eso, para sentir el placer de ver al torturador y asesino retorciéndose de dolor, alegría que las patadas de los guardias no le podrían jamás arrebatar. Acuérdate de los vivos, acuérdate de los muertos. Dales tiempo”.

No estaba muy convencida, pero al día siguiente muy temprano fui al correo y pedí hablar con un administrativo, que me atendió en una ventanilla aledaña. Sin titubeos, como entrenado para todas las respuestas, expuso que no prestaban el servicio de programación de envíos, ni a empresas ni a particulares. Quise saber si había correspondencia para mí ese día y, tras revisar, no encontró nada. Le pedí si podía echarle un ojo a los registros por si hubo cartas anteriores, pero me explicó que para tener acceso a eso debía solicitarlo a través de la ley de transparencia. Luego me entregó un formulario de satisfacción ciudadana para que evaluara la atención.

Entonces me fui.

Al llegar a la casa me quedé leyendo en el living para esperar al cartero, pero esta vez no tocó el timbre, sólo arrojó el sobre por debajo de la puerta. Decía: “8-Una mujer que parece desentenderse de todo es la única persona que se atreve a aplicar justicia contra los torturadores y a actualizar viejos titulares. Postula a un cargo en el penal Punta Peuco y, sin dilatar demasiado, se las ingenia para exterminar a todos los presos sin distinción alguna. Será la revolucionaria de tu época, la única revolucionaria de tu época: la hija bastarda de Rosa Luxemburgo, la heredera alcohólica de Teresa Flores, la nieta apátrida de Ana González, la nueva mujer latinoamericana”.

Después de todo, o al menos después de eso, me veo obligada a comprender con un sentimiento de lástima pero de infinita ternura, con compasión y prudencia, digámoslo, que las obsesiones de la profesora se limitaban a dos esferas, la literatura y la muerte, que parecían fusionarse y multiplicarse pero no se fusionaban ni multiplicaban, sólo merodeaban como mariposas de luz entusiastas que en el fondo aún eran orugas, inocentes, temerarias, románticas y piadosas. Y que retornaban cada noche a la crisálida, porque su destino predecible e irrevocable les abrumaba. Pensé que aquellas personas que quieren trascender deberían hacerlo de otra manera, pero también pensé que la literatura y la muerte eran demasiado para cualquiera. Si la profe me leyera me acusaría de sobreanalizar todo, pero en el fondo estaría complacida.

Sin cuestionármelo demasiado presenté al trabajo una licencia médica de dos semanas que amenazaba con extenderse, no porque me sintiera enferma o agobiada, de hecho no sé si alguna vez en mi vida me había tomado un suceso con tanta calma, sino porque se acrecentaba en mí la disposición de empezar a organizarme, ordenar diversos apuntes y ponerme a escribir algo sobre la profesora, aunque sin saber sobre qué ni en qué orden ni en qué género. Había pensado invitar mañana al cartero a tomar un té, quería conocer un poco el entrampado y su engranaje, hasta que luego de releer las cartas decidí que era una idea estúpida. Quizás después sea el momento de hacer algo al respecto, aún no lo sé. Después de todo estoy recién comenzando.

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