Revista Endémica

Literatura

La Gran Intemperie, Cuento Nº2 : TIEMPO SAGRADO

Por Claudia Araya

Cuento de Masiel Zagal, escritora maulina. 

Ilustración de Naira Pérez  (Buenos Aires (Argentina)*

 

Tiempo Sagrado

 

Este es un día sábado como cualquier otro. A las seis de la tarde el hermano Moraga, encargado del grupo de ciclista de la Iglesia Pentecostal Evangelista, está preparado para acudir al templo. Camisa impecablemente planchada por su amada esposa, corbata anudada por él mismo con inigualable destreza, chaqueta escobillada por Pablito, su hijo mayor, calcetines oscuros emparejados por Raquelita, su hija menor, y el pantalón de tela doblado y sujeto en la bastilla con una pinza de ropa, estrategia infalible para que no se dañara con el andar de su bicicleta pistera. Y su reloj, por supuesto, un reloj de cadena que suele guardar en el bolsillo superior de la chaqueta, regalo del pastor de su iglesia como un reconocimiento a su disciplina, santidad y abnegado compromiso con la congregación. Cada vez que saca el reloj delante de su familia, se hace un silencio solemne que termina con el carraspeo de la amada esposa, quien no puede disimular su orgullo por la autoridad que recae sobre su marido con tal significativo regalo. 

Continuando con su rutina sabática, a las seis y media de la tarde el hermano Moraga coge su bolsón negro -el que su esposa e hijos ya tienen preparado con la biblia, el himnario y un pañuelo- se lo atraviesa en el torso y echa a andar su bicicleta con destino al templo. Mientras tanto Raquelita se encinta las trenzas, Pablito lustra sus zapatos y la amada esposa amarra su abundante pelo en un moño para alcanzarlo a las 8 pm, hora en que empieza el culto.

Este es un día sábado como cualquier otro. El hermano Moraga avanza por el camino rural con una satisfacción frecuentemente experimentada: se siente complacido con la familia que ha formado, a quienes esa tarde ni siquiera tuvo que levantar la voz. Agradece a dios por haberle dado una esposa tan cristiana, tan virtuosa, y protégela, Padre, que no la destruya este mundo traidor, canta mientras avanza en su bicicleta. Piensa en que no le desagrada en lo absoluto el trabajo que lo mantiene ocupado de lunes a sábado como cuidador de un fundo, al fin y al cabo eso lo convierte en capataz, le asegura una vivienda decente y sus hijos heredan la ropa y juguetes de los niños del patrón. Al pasar por la casa de unos vecinos que capean el calor bebiendo cerveza bajo un parrón, el hermano Moraga se siente afortunado de haber encontrado el buen camino a tiempo. 

De lejos observa a una muchacha caminando, admira su falda larga elevarse levemente por el viento de la tarde y sonríe, reconoce en ella a la hija del hermano Soto, adolescente flacuchenta que ya pinta para bella, tal como él se lo manifestó días antes a su padre y éste sonrió satisfecho. Mijita, la llevo. La muchacha lo mira con timidez y responde que no, que muchas gracias. No sea vergonzosa, mijita, yo la llevo a la iglesia ¿Tiene ensayo del coro? La muchacha asiente, pero repite que no, que muchas gracias. El hermano Moraga no quiere ser un cargante, así es que en cambio decide bajar de la bicicleta y caminar a su lado. La muchacha guarda silencio y se abrocha el chaleco. Avanzan pesadamente por el camino de tierra sin conversar, a cada paso que dan se levanta una débil estela de tierra que ensucia los brillosos zapatos del hermano Moraga, pero lo peor es cuando pasa algún automóvil, arrojando polvo que se guarda en el cabello e impulsando piedras que van a dar a las pantorrillas. Entonces mira el hermano el pelo y luego las pantorrillas de la muchacha y sonríe. Se atreve a comentar lo bonito que le queda ese moño. La muchacha esboza una sonrisa mientras aprieta fuertemente la biblia que lleva en su mano. 

¿Está cansada, mijita? No, hermano, estoy bien. ¿Segura no quiere que la lleve? No, si a mí me gusta caminar, gracias. ¿Me tiene miedo? No, hermano, las cosas que dice. Entonces vamos en bicicleta, mejor será, para que usted alcance al ensayo y yo a la prédica con los ciclistas. El hermano Moraga saca de su chaqueta el reloj de cadena. Falta un cuarto para las siete, dice, no le agrada a dios la impuntualidad, tampoco la desconfianza, menos con uno de sus siervos más queridos ¿sabe usted por qué tengo yo este reloj? La muchacha asiente. El hermano Moraga se monta en la bicicleta y la muchacha se sienta en el fierro. Empiezan a andar.

¿A usted le gusta la música mundana, hermanita? No, hermano, mi papá dice que es pecado. Está bien eso, yo tampoco dejo que Raquelita la escuche. A Pablito sí, pero porque es hombre no más. Y dios perdona los placeres culpables de los hombres, siempre y cuando uno reconozca que es culpable de darse ese placer. A mí, por ejemplo, me gustan las rancheras. Ese será nuestro secreto. ¿Le canto una? El hermano Moraga no espera la respuesta y empieza a cantar: A mí me gustan mucho, mucho, las mujeres/ que sean igual que las potrancas de carrera/ pero me gusta conocerlas chiquititas/ para amansarlas y hacerlas a mi manera… ¿La conocía? No, no me gustan las rancheras, son tristes. ¿Pero ésta le gustó? No sé, es bonita. ¿Sólo eso? Y romántica. ¿Le molesta mi pierna? … No… Ah, ya, y disculpe que le roce el potito, hermanita, es por el pedaleo. La muchacha no responde. El hermano Moraga acerca la nariz al cuello de la niña, ella tirita, él se distancia. Empieza a silbar la misma ranchera. ¿Le molesta el fierro en los muslos? No, hermano… bueno, sí, un poco, prefiero caminar. Ya, si falta poquito, estamos por llegar, ¿o me tiene miedo? La muchacha guarda silencio. Eso que le molesta en la espalda es el sillín de la bicicleta, por si acaso, bromea el hermano Moraga mostrando sus dientes largos y amarillos en una risa breve. La niña salta de la bicicleta, cae, se lastima la pierna. ¿Qué le pasó, mijita? Nada, me caí, tan tonta yo, se apresura a responder. Chuta, a ver, déjeme verle la rodilla. El hermano Moraga se le acerca, ella retrocede, la toma de la cintura con fuerza. Déjeme, hermano, dice la niña en un hilo de voz. No se asuste, mijita, es para consolarla. La atrae contra sí. La niña llora. Ya, ya, le dice él, y acerca sus dientes amarillos a la pequeña boca juvenil. La muchacha lo empuja suavemente. Perdón, dice ella tratando de reír, es que me asusté. Él se acerca de nuevo de la misma forma. La muchacha vuelve a empujarlo, ahora con fuerza. Algo cruje en la chaqueta del hermano Moraga. Palidece. Con calma saca del bolsillo superior el reloj de cadena hecho trizas. 

La muchacha echa a correr.

A las ocho de la tarde de este día sábado el hermano Moraga está sentado en la primera fila del templo, visiblemente acongojado, con la cabeza gacha y sosteniendo la mano de su amada esposa. En el coro de la iglesia que da inicio al culto, una muchacha llora mientras canta.

 

 

Ilustración: Naira Pérez

Nací en Bahía Blanca, al Sur de la provincia de Buenos Aires, Argentina. Desde chica fui muy apasionada del dibujo y de contar historias a través del mismo. Empecé como autodidacta, escribiendo mis propias historias e ilustrándolas. En mis últimos años de escuela primaria y comienzos de la secundaria, comencé a realizar una historieta de carácter personal que ya lleva 20 cuadernos. Durante este tiempo ilustré también cartillas educativas para niños y adolescentes.
 
 Luego de la escuela me formé profesionalmente como Directora de Cine de Animación en la Primera Escuela de Arte Multimedial Da Vinci. Trabajé haciendo videos de cuentos animados destinados a ser distribuidos en diferentes países por la empresa Dreaming Films. También escribí e ilustré el artículo “El Pánico también es Viral” para la revista digital Tecnología Humanizada.  
 
Hasta ahora he realizado 1 cortometraje animado “Senmorta” (corto de graduación con numerosas menciones y premios en festivales) y 1 documental “Dinos en la Puna“, el cual contiene partes animadas.
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