Cine

¿Por qué ver Las Cinéphilas en el Festival Felina este jueves 17?

por Claudia Araya
  • Por Horacio Ferro (Lima, 1983), traductor. Ha desempeñado diversos roles dentro de la producción técnica de festivales de cine desde hace casi quince años.

 

A lo largo del siglo XX, cuando se ha pensado el cine como un fenómeno social, una de las comparaciones más recurrentes ha sido aquella que asemeja una sala de cine con un templo o iglesia: un edificio donde la gente se congrega para asistir a un ritual en común, a una comunión, el visionado de una película; pero donde también se establecen dinámicas comunales que trascienden el mero acto sacramental. El cine era el lugar de encuentro entre familias, donde los jóvenes ejecutaban sus rituales de cortejo mientras los adultos se ponían al día de sus vidas cotidianas.

Un ejemplo mucho menos cortesano, pero que me sirve bastante para expresar la vivacidad de la experiencia cinematográfica de antaño, es aquel que nos contó Byron Cabezas —el proyeccionista de la vieja escuela con mayor trayectoria que sigue activo en Santiago— a mí y unos amigos. Una vez, cuando chico, se encontraba en medio de una función en el cine de su barrio allí en Av. San Diego, cuando de repente lo invadió un olor que le hizo retorcerse de hambre: era un cine rotativo —por una entrada veías tres películas— y, para mantenerse en pie las siete horas, la familia de la butaca de al lado había llevado una olla de cazuela, y ahora estaban sirviendo los platos. A lo que voy es que el cine sucedió a la iglesia como panorama dominical, para el que uno se preparaba, y que le da sentido a por qué el domingo es un día feriado, un día de feria, un día de fiesta: un día festivo. Un rol de celebración que hoy en día casi únicamente se conserva en los festivales de cine —no es casual la palabra— como este, el FELINA, el Festival Linarense de Cine Internacional y Nacional.  Me he dado esta pequeña pirueta sociológica —espero que sin dar la lata— antes de hablar de la película que debo presentar, pues considero que justamente Las Cinéphilas (2017), ópera prima de María Álvarez, nos presenta a seis miembros de la última generación viva de este tipo de feligreses —dos argentinas, dos uruguayas y dos españolas—, ya jubiladas —es decir, para quienes todos los días son como domingos—, viviendo en un mundo donde el cine ha migrado desde la congregación de la sala hacia la individualidad de nuestros hogares. La razón de ser de la devoción que cada una de ellas profesa para con el séptimo arte varía de caso en caso, pero todas coinciden en tener una relación íntima con el cine, donde este articula la manera en que ellas entienden y se relacionan con el mundo. La proximidad de la muerte —y aquí me detengo, pues temo hablar más de la cuenta— es otro de los motivos recurrentes entre las protagonistas del filme, y es mediante el corolario, ‘dedicado a la gente que sigue yendo al cine’, que entiendo que al hacerlas hablar sobre ese tema, la película no busca poner sobre el tapete la situación etaria de las protagonistas, sino la irremediable extinción de una manera particular e intensa de relacionarse con el cine. Fue esta reflexión la que me llevó a comenzar esta presentación hablando sobre lo que tengo entendido que era la experiencia cinematográfica de antaño, más que discutir los pormenores de la película misma.

 

Quizás la invitación venga muy de cerca, pues el cine me ha salvado la vida en más que un par de ocasiones, pero como el creyente fervoroso en el carácter sacramental del cine que soy, considero que es un privilegio el testimonio que esta película nos entrega.